Sí, soy alcohólico

El escritor y articulista del ARA Sebastià Alzamora hace pública en estas páginas su difícil relación con el alcohol, como cayó muy abajo y como lo ha superado. Es un testimonio sobrecogedor, "un gesto de amor y gratitud a las personas que me han rescatado". Y un grito de alerta sobre un gravísimo problema social demasiado a menudo ignorado, incluso tolerado y frivolizado.

Sebastià Alzamora
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Sí, sóc alcohòlic

Para María Martín Trias i Sebastià Alzamora Pol, mis padres

He elegido estas palabras como título porque son las más difíciles que he dicho en mi vida. Las más difíciles en la mía, en muchas vidas. Hay un sentimiento de fracaso humano total en el hecho de admitir que uno es alcohólico. Un sentimiento hecho de vergüenza, de culpa, de rabia contra uno mismo y, tal vez sobre todo, de consternación y de miedo. ¿Qué será de mí en adelante? ¿Qué he hecho, como me ha podido suceder? Tenemos aquel poema de Jaime Gil de Biedma, precisamente titulado Contra Jaime Gil de Biedma: "[...] Cuando llegas, borracho, / y te paras a verte en el espejo / la cara destruida, / con ojos Todavía violentos / que no quieres cerrar. [...] Podría recordarte que ya no tienes gracia. / Que tu estilo casual y que tu desenfado / resultan truculentos / Cuando se tienen más de treinta años, / y que tu encantadora / sonrisa de muchacho soñoliento / - seguro de gustar - es un resto penoso, un intento patético". Penoso, patético. la clase de adjetivos que entre todos hemos vaciado de contenido a base de abusar, pero que de pronto recuperan todo su sentido y su amargura, y los recuperan sobre ti. Porque sí, lo debes admitir, lo acabas de admitir por fin: eres alcohólico. Tambíén está la última canción que grabó Johnny Cash, estremecedora, que habla de la heroína pero que para el caso es lo mismo. Se titula Hurt: "What have I become, my sweetest friend? / Everyone I know goes away in the end. / And you could have it all, my empire of dirt. / I will let you down, I will make you hurt". Te decepcionaré, te haré daño. Todo el dolor, la suciedad que has vertido sobre ti mismo y, lo que es peor, sobre los que te quieren. O te querían, no lo sabes. La pregunta, tan cierta y que da tanto miedo, y rabia, y vergüenza: ¿en que me he convertido? Son bellas maneras que tienen de decirlo los poetas, pero no deja de ser también la autocompasión, una emoción típica del alcohólico, y, por tanto, engañosa y fútil. Fuera, pues. la inmensa mayoría de alcohólicos no llegan a reconocer nunca que lo son, y el hecho de que uno lo reconozca no lo hace mejor ni peor que el resto. Que muchos no quieran o no puedan hacerlo es perfectamente comprensible. Hablar sobre mi caso concreto no tiene ningún tipo de relevancia, y si lo hago aquí, es sólo en la medida que espero que esto pueda ser mínimamente útil para alguna otra persona.

El alcoholismo es una enfermedad crónica irreversible, de una gravedad extrema. Aún así, es posible salir adelante. Pero para que esto sea posible, es indispensable un primer paso: que el alcohólico asuma su condición y que tome la decisión voluntaria de rehabilitarse. Dicho así puede parecer sencillo, pero es extremadamente difícil que este primer paso se haga. A mí me costó más de dos años y medio hacerlo, casi tres. Casi tres años de engaños y autoengaños, de subterfugios, excusas y mentiras, en contra de todas las evidencias y de todos los buenos consejos, las conversaciones, las reprimendas y hasta las súplicas de las personas a mi alrededor. El alcoholismo es una enfermedad física y psicológica, pero también es una enfermedad moral y emocional, una enfermedad del alma. Casi tres años inventando pretextos y maneras de salir a beber a escondidas (o eso creía), almacenando botellas en los rincones más insospechados de casa, buscando maneras de disimular, sin conseguirlo, el mal aliento y los síntomas visibles de la embriaguez. El efecto del alcoholismo consiste en un deterioro gradual, pero a cada momento más acelerado y notorio, del individuo, hasta llegar a su destrucción completa. Esto hace que tarde o temprano todo el mundo se dé cuenta de lo que está sucediendo, excepto el propio interesado. El alcohólico es una persona dominada por una sustancia que anula su voluntad y, por tanto, su capacidad de discernimiento y de percepción. Todo el mundo veía mi cara hinchada, mis ojos medio cerrados, mi piel macilenta, el temblor de las manos; todos se daban cuenta de la lentitud, los titubeos y las incoherencias en mi habla, de mis aparatosas dificultades para mantener el equilibrio. Incluso Mitchum y Cooper, el gato y el perro que viven en mi casa, se daban cuenta a su manera de que algo en mí iba muy mal. Lo veía todo el mundo, ya digo, a excepción de mí mismo. Yo me veía reflejado en el espejo, cuando con un gran esfuerzo me decidía a lavarme y afeitarme, y me encontraba como siempre. No era consciente de mis cambios de humor repentinos e inexplicables, de mis bromas desagradables, de cómo levantaba la voz sólo para proferir cualquier tontería. No era ni siquiera consciente de las mentiras que contaba a los demás, porque tampoco recordaba las que me contaba a mí mismo. Eran tantas, y a menudo tan absurdas e incluso contradictorias entre ellas, que se me hacía imposible ligarlas con un mínimo de coherencia. La mentira, la excusa de pésimo pagador, la desvergonzada falta de respeto, la trampa estúpidamente calculada, el lloriqueo baboso, la rabieta infantil y el chantaje emocional son las herramientas predilectas del alcohólico, y las utiliza de forma tan abusiva que se convierten en su forma de vida. El alcoholismo no sólo transmuta la apariencia física del individuo, sino que también pervierte su conducta y hace emerger no ya lo peor, sino lo que nadie, empezando por él mismo, podía imaginar que llevara dentro. Yo no fui una excepción a esta pauta, y es por eso que doy fe de que no es ninguna exageración calificar de infierno la vida de un alcohólico y la de aquellos que lo rodean, muy en particular la de aquellos que desgraciadamente -así se sienten, y es bien lógico- le quieren.

El motivo que explica tanta mentira es el miedo. Debido a que su voluntad ha sido abolida, el alcohólico es una persona esencialmente acobardada y miedosa, y el primero de sus miedos no es otro que el de ser señalado, y de reconocerse como un alcohólico. En esto tiene que ver, obviamente, el hecho de que el alcoholismo es, también, una enfermedad estigmatizada. El alcohol está socialmente presente casi en todas partes, y en apariencia quien más quien menos todo el mundo sabe tratarlo sin perder el control. La imagen de un alcohólico en el imaginario colectivo es la de un marginado, acostado sobre un banco o en un cajero automático, aferrado a un cartón de vino malo. No tenemos en cuenta que esa persona no nació, ni sobre el banco ni en el cajero, ni por supuesto abrazo al cartón de vino malo, y que lo que nos separa es mucho más frágil e incierto de lo que pensamos.

Aparte de ser una enfermedad per se, el alcoholismo es causa directa de muchas otras enfermedades, tanto físicas como mentales, todas frecuentes y terribles. La más conocida y asociada al consumo desordenado de alcohol es la cirrosis, pero la lista incluye ictus, infartos y patologías cardiovasculares y gastrointestinales severas, cáncer, diabetes, distrofias, gangrena (con las consiguientes amputaciones) o demencia. El alcohol va al sistema nervioso central, y desde allí ataca cualquier punto del cuerpo, sobre todo el que por cualquier motivo es más débil. En mi caso, siempre he tenido los ojos especialmente sensibles.

Los ojos. Desarrollé una neuritis óptica, y esto significa un secado progresivo (pero muy rápido) del nervio óptico: una pérdida creciente de visión que en su última fase desemboca en una ceguera irreversible. Llegué a contar sólo con el treinta por ciento de visión, y, en las noches de tormento que esto me producía, me confesaba a mí mismo que el alcohol era el causante de aquel desastre, pero ni siquiera así dejé de beber. Al contrario, bebía cada vez más, sin hacer caso de las piernas tumefactas o temblorosas, según como me levantara, de la permanente nebulosa del cerebro, de las manos incontroladas hasta que no tomaba la primera copa del día. No podía leer periódicos ni libros porque no distinguía las letras, ni conducir, ni reconocer la fisonomía de las personas más que a distancias cortas. Escribía con grandes penas y trabajos con la nariz pegada a la pantalla del ordenador y con un cuerpo de letra exageradamente grande, y los colores se desdibujaban y se confundían. El mundo, la realidad, estaban cada día, a cada instante, más lejos de mí. Mejor dicho, era yo quien me alejaba, porque me apagaba. No creo que me faltara mucho para morir, o para sumirme en una existencia inválida que, en mi opinión, habría sido aún peor que la muerte propiamente dicha.

Muchos alcohólicos rehabilitados o en rehabilitación lo llaman el clic. Es ese instante de lucidez, de extraña, desesperada y bendita lucidez, en el que por fin lo dices. Te dices a ti mismo: sí, soy alcohólico. Soy alcohólico y necesito ayuda. A mí el clic me sorprendió una noche de primavera en la cocina de mi casa, donde solía refugiarme, como un escarabajo de tamaño humano, a beber. Me acabé la copa y me fui a la cama, dudando si al día siguiente el clic aún persistiría.

Después del clic

Ingresé en el centro de desintoxicación de la Unidad para Personas con Problemas Relacionados con el Alcohol (UPRA) el pasado 22 de junio, víspera de San Juan. La UPRA de Baleares, como, por lo que me consta, los centros de la Red de Atención a las Drogodependencias de Cataluña, son excelentes y forman parte del sistema de sanidad pública. Quiero subrayarlo contra la idea, muy extendida, de que el alcoholismo se trata en clínicas privadas de precios prohibitivos, y quiero aprovechar la ocasión para expresar mi agradecimiento al doctor Rafael Blanes, la psicóloga Isabel Forteza y el pequeño pero magnífico grupo de profesionales sanitarios que fueron responsables de mi desintoxicación.

Los primeros días la reacción de mi cuerpo al cóctel de fármacos que debía tomar para soportar el síndrome de abstinencia se concentró en las piernas, que no me aguantaban, hasta el punto que tenía que desplazarme con la ayuda de unos andadores. El impacto de verme en un centro para alcohólicos, en pijama, arrastrando los pies sostenido por unos andadores, no se me borrará por años que viva, y recuerdo que contrastaba fuertemente con la lejana alegría de los cohetes y los petardos que resonaban dentro del cielo de la verbena de San Juan, la primera noche de mi ingreso.

Si no estoy equivocado, la duración de un ingreso para desintoxicación alcohólica no excede de un mes. El mío duró quince días exactos, por lo que el 6 de julio salí de las instalaciones de la UPRA, bajo el que se suele decir un día de verano radiante. Me sentía, y me siento aún hoy, limpio, fuerte y libre, por primera vez en mucho tiempo. Otra vez unas palabras desgastadas por el tópico recobraban sentido sobre mí, pero en esta ocasión las palabras eran volver a nacer.

Sin embargo, la desintoxicación no deja de ser tan sólo otro primer paso. A continuación comienza el trabajo de verdad, que no sólo consiste en vivir sin beber alcohol, sino también, y sobre todo, en un esfuerzo humilde, pero sostenido e irrenunciable, de aprendizaje vital, el alcance y la profundidad del cual empiezo justo ahora tan solo a entrever. Superado el síndrome de abstinencia, se abre la fase de la deshabituación o rehabilitación, que empecé a los pocos días, inscribiéndome en la asociación Las Ovejas de Mica, de Palma, una organización sin ánimo de lucro para el tratamiento del alcoholismo. De nuevo quiero dar las gracias, en este caso a Mica Cañellas, mi terapeuta, y a las compañeras y compañeros de la asociación, con quien comparto el día a día de mi programa de rehabilitación.

Un programa de rehabilitación completo requiere un período de dos años, aunque de nuevo, transcurridos estos dos años, no estamos más que al comienzo del camino: el compromiso adquirido es de por vida, y, por muy bien que uno se encuentre, no hay que bajar la guardia en absoluto ni un instante. El alcohólico debe ser plenamente consciente de que convive con un monstruo dormido, y que el monstruo se volverá a despertar tan sólo con una copa. Y que si lo despierta, el monstruo lo devorará: engullirá lo que es, lo que ha sido y lo que pueda llegar a ser. Por ello la condición de alcohólico se debe conjugar en presente de indicativo: no existe el exalcohólico, porque el alcohólico, por ahora, no se cura. Se rehabilita, y ya es mucho.

Otra vida

Estas son las reglas básicas del juego, y el juego está lleno de trampas que hay que prever y vigilar constantemente. Es necesario no dejarse llevar por la euforia de la recuperación, tanto como no caer abatido por las bocanadas de remordimiento, culpabilidad y vergüenza que el alcohólico se ha de tragar cada vez que una laguna se desprende de la memoria y lo planta ante algún recuerdo penoso, que le obliga a volver a verse cómo el individuo indecente y devastado que llegó a ser. A cambio, el alcoholismo ofrece una recuperación veloz y ciertamente agradecida. A los pocos días de recibir el alta de la desintoxicación, comprobé que había pasado del treinta al ochenta por ciento de visión, y ahora ya vuelvo a disponer del cien por ciento: en casos así, es inevitable que la palabra milagro te venga a la cabeza. Además, mi aspecto físico había mejorado visiblemente, como mi humor, la capacidad de expresarme, la mirada, el lenguaje corporal. Había recuperado también la claridad y la agilidad mental, así como el apetito y el gusto de los alimentos, y al cabo de pocos meses mis órganos vitales (el hígado inflamado, las transaminasas y los triglicéridos disparados, la tensión alta) se habían normalizado. Pero insisto que sólo me encuentro al comienzo del camino.

Cuando leáis estas líneas hará casi seis meses que no tomo alcohol. Medio año puede parecer poco tiempo, y lo es, pero también es cierto que si un alcohólico ha podido estar medio año sin beber, también lo puede estar el resto de sus días. Como también puede recaer, claro. La Recaída, en mayúscula, es la espada de Damocles que pende sobre la cabeza del alcohólico, y en este punto todo depende de uno mismo, de la propia determinación, voluntad y firmeza. Si me preguntáis como estoy, os diré que ilusionado, con la guardia alta y confuso todavía por una experiencia tan extrema que ha transformado mi vida, ignoro todavía hasta qué punto.

Tengo muy pocas certezas. Sé que, como el poeta, pasé una temporada en el infierno, una larga temporada en mi infierno personal, y que (y esto es lo peor) voy arrastrar a las personas que quiero. Sé a ciencia cierta que no quiero volver a ello nunca más. Sé que el dolor que me he infligido a mí mismo ya los demás sólo se puede vencer con amor, la misma clase de amor que me fue dado y que me salvó de mi hundimiento. Sé que mañana comenzará otro día, y que desde el fondo de mi corazón doy una vez más las gracias por sentir la necesidad y la alegría de querer vivir.

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