Cuerpo abierto

La batalla por el descubrimiento o invención de nuevos órganos es eminentemente política

Paul B. Preciado
3 min

FilósofoEn los últimos días, la comunidad científica ha anunciado el descubrimiento de un nuevo órgano del cuerpo humano. Lo que han dado en llamar “intersticio” sería un “conglomerado de tejidos llenos de líquido, de la misma dimensión que la piel, que actúa de amortiguador protegiendo los músculos y otros órganos”. El anuncio ha generado una ardiente polémica en el ámbito médico. Mientras que parte de la comunidad científica afirma que es posible descubrir nuevos órganos hasta ahora no detectados por los modos tradicionales de examen o visionado, otra parte de la misma comunidad considera que la anatomía humana ha sido ya explorada de forma exhaustiva y que no hay posibilidad de hablar de “nuevos órganos.” Así por ejemplo, James Williams, director del Laboratorio de Anatomía Humana de la Universidad Rush, ridiculizaba el descubrimiento afirmando que “hoy en día los únicos órganos del cuerpo humano que se pueden descubrir son los que sirven para hacer música”.

Contrariamente a lo afirmado por Williams, el discurso médico-científico no ha dejado de descubrir (¿o habría que decir inventar?) nuevos órganos del cuerpo durante los dos últimos siglos. Ocurrió con el descubrimiento del clítoris en el siglo XVI, con el descubrimiento de las trompas de Falopio en el siglo XVIII, con el óvulo y el espermatozoide en el siglo XIX… la lista sería interminable. Lejos de lo que podríamos imaginar, que nuevos órganos puedan ser descubiertos (o inventados) no es una mala noticia, sino todo lo contrario.

Lo que la polémica actual por el descubrimiento del "intersticio" pone de manifiesto es la lucha entre dos epistemologías del cuerpo. Del mismo modo que Karl Popper elaboró la distinción introducida por Henri Bergson para diferenciar las “sociedades abiertas” de las “cerradas”, podríamos decir que hay dos epistemologías del cuerpo humano según las cuales los cuerpos podrían ser considerados como “cuerpos abiertos” o “cuerpos cerrados”. En las epistemologías del “cuerpo cerrado,” el cuerpo es entendido como una entidad sagrada, determinada por leyes naturales, una anatomía finita, un territorio absolutamente cartografiado, un espacio vallado (y dicho sea de paso, mercantilizado), en el que la ciencia puede intervenir para afinar la representación, pero cuya definición formal y funcional está acotada. Frente a ésta, existe una epistemología del “cuerpo abierto” según la cual el cuerpo está siendo redefinido y modificado constantemente por sus usos sociales y su relación con el lenguaje y la tecnología.

La batalla por el descubrimiento o la invención de nuevos órganos no es una mera cuestión de nomenclatura o de representación. Se trata de una cuestión eminentemente política. Donde hay un órgano es posible indicar una función, un uso, una relación social, y, por tanto, un proceso de agenciamiento y de re-apropiación. La Escuela Universitaria de Medicina de Nueva York que ha anunciado el descubrimiento del “intersticio” ha hablado inmediatamente de nuevas técnicas de diagnóstico y tratamiento. El descubrimiento del “intersticio” abre, por tanto, un nuevo dominio de intervención social, nuevas enfermedades, nuevas curas, nuevos fármacos, nuevas cátedras… Cada órgano es un ámbito de acción política. El carácter político de esta disputa por los órganos se pone de manifiesto de forma estridente en la resistencia del discurso médico-científico a aceptar los genitales transformados por las terapias hormonales y las prótesis sexuales como nuevos órganos de pleno derecho del cuerpo trans.

El dogma anatómico-político de la diferencia sexual que preside la anatomía del “cuerpo cerrado” hace imposible que la medicina reconozca y certifique la existencia de nuevos órganos genitales trans. Hasta ahora, el discurso científico-legal insistía en la posibilidad de transformar la anatomía femenina en masculina o viceversa. Se hablaba de las operaciones de “vaginoplastia” y de “faloplastia” para referirse a la construcción quirúrgica de una vagina o de un pene, pero no existía posibilidad de nombrar o reconocer otros órganos fuera del binarismo genital. El rechazo de un gran número de personas trans a las operaciones de reconstrucción genital hacia el binarismo y la aparición de intervenciones que no tienen como objetivo la construcción de una vagina o de un pene, como por ejemplo la “metidioplastia” (que corta el ligamento del clítoris para transformarlo en órgano externo), pone de manifiesto la necesidad del reconocimiento de la existencia de nuevos órganos trans.

Mientras tanto, atrapados en la epistemología del cuerpo cerrado, nuestros cuerpos trans existen en un vacío anatómico-político. Habito ese vacío anatómico-político cuando voy, por ejemplo, a la ginecóloga, y espero, con mi nombre y mi cuerpo trans, en una sala llena de mujeres embarazadas. Imagino que las mujeres se preguntan si soy el acompañante de alguna de ellas. El estupor aumenta cuando la doctora me llama por mi nombre masculino. No soy el acompañante de ninguna mujer. Soy un hombre trans en una consulta ginecológica. Pero nada de eso puede ser nombrado ni certificado. ¿Cuándo aceptará la comunidad medico-científica descubrir, nombrar y autorizar nuestros órganos trans?

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