Carles Boix

La economía ante el 20-D

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L'Íbex-35 / EFE

Los programas electorales de los partidos españoles (los partidos con vocación de gobernar el Estado) no resolverán las debilidades estructurales (desempleo alto, salarios mileuristas) de la economía española. El ajuste hecho por el PP y exclusivamente basado en un proceso de devaluación interna, es decir, de reducción de salarios, fue inevitable por dos razones: formar parte del euro impide devaluar para reducir costes laborales; durante la burbuja inmobiliaria los salarios crecieron mucho más rápidamente que la productividad. Ahora bien, esta estrategia ha sido (y será) insuficiente: a pesar de una caída de salarios dramática, el paro ha vuelto a los niveles de hace cuatro años de la mano de un sistema laboral mucho más precario.

La propuesta estrella de la oposición de derechas (Ciudadanos), un contrato laboral único para acabar con un mercado de trabajo dual, podría tener efectos positivos en términos de equidad en el trato de los trabajadores. Pero el resultado sobre la cantidad y la calidad de trabajos creados será marginal. La evidencia empírica que tenemos muestra que la flexibilidad laboral y el pleno empleo no están muy correlacionados en Europa. La tasa de paro depende de cosas mucho más fundamentales (educación, dinamismo empresarial, sistema de finanzas públicas) que cambiar una simple ley o normativa laboral.

Por su parte, las dos oposiciones de izquierdas (PSOE y Podemos) ofrecen más sector público como solución a la crisis. Efectivamente, el gasto público es un corrector importante de inequidad y puede ser, aplicado a ciertas dimensiones (educación e infraestructuras), una palanca de crecimiento. Sin embargo, la generación de riqueza pasa, en definitiva, por el sector privado y por una economía de mercado eficiente.

A pesar de sus diferencias (importantes), el hilo conductor de todos los partidos españoles es el mismo: el estatismo, el regulacionismo hecho desde un (pretendidamente racional) estado central. Y ese es su gran error porque, si miramos el conjunto de las economías avanzadas, vemos que los países que funcionan mejor (en paro, productividad e innovación) son los países pequeños (tamaño Dinamarca) y los estados fuertemente descentralizados, tanto a nivel de estado federado como de gobierno local (Alemania, Canadá, Estados Unidos). Los grandes y centralizados (incluida Francia, abocada a una situación cada vez más crítica) no.

Los primeros funcionan bien por cuatro razones. 1) La proximidad de las instituciones a los ciudadanos facilita el control democrático y la transparencia informativa. 2) Su tamaño permite la colaboración entre agentes políticos y sociales (que actúan disciplinados por la necesidad de competir en un mundo global). 3) La correspondencia clara entre ingresos y gasto público incentiva a todo el mundo a administrar los presupuestos de una manera racional (calvinista, si queréis) y a no gastar más de la cuenta. 4) Su escala les permite experimentar y desarrollar más rápidamente soluciones alternativas a problemas nuevos. Por el contrario, en los tres ámbitos (educación, relación empresas-estado y estructura territorial de gasto) fundamentales para generar crecimiento económico, España está en las antípodas.

Todo el mundo coincide en afirmar que para ser competitivo la educación es fundamental. Ahora bien, un buen sistema educativo no puede venir de la mano de una nueva reforma ministerial: primero, porque sólo puede tener éxito si se ajusta a la estructura productiva y las demandas sociales de cada lugar (y la economía peninsular es extremadamente heterogénea); segundo, porque en un momento de cambios tecnológicos y culturales acelerados, nadie sabe qué funcionará exactamente (Finlandia, el paradigma de éxito en educación, ¿no acaba de reformar su sistema de arriba abajo?). La única solución es reforzar la experimentación a nivel de barrio, de municipio, de comunidad autónoma -y, sobre esta base, favorecer el intercambio de ideas y la cooperación institucional.

En cuanto a la estructura de mercados y la relación entre estado y empresas, tanto los países pequeños como los países federales comparten dos rasgos: inexistencia de empresas públicas; fuerte regulación de las grandes empresas privadas. La globalización inherente a las economías pequeñas ha convencido a izquierdas y derechas de que crear empresas públicas e ineficientes es una equivocación. Por su parte, el sistema de contrapesos institucionales propio de los estados federales auténticos tiende a crear reguladores públicos independientes del poder ejecutivo (y de las grandes empresas). En España, la situación es exactamente la contraria: las antiguas empresas públicas del franquismo, ahora privatizadas, mantienen una relación estrecha con las élites políticas. Cambiar simplemente de partido en el gobierno (sin hacer reformas institucionales profundas que, de hecho, no quiere hacer ningún candidato) no servirá de nada.

Finalmente, el diseño de la estructura autonómica española es el inverso de lo que es un estado bien administrado. A pesar de recibir recursos diferentes, las autonomías deben prestar los mismos servicios. Esto obliga a las regiones más dinámicas a endeudarse, mientras que permite gastar más de la cuenta a las menos activas. Desafortunadamente, esto tampoco lo cambiará el 20-D.

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