Carles Boix

España ante el 20-D

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Un elector votant en una urna

En la Europa de los siglos XIX y XX la relación entre estado e identidad nacional se articuló mediante tres soluciones diferentes. La fórmula suiza (y belga y finlandesa), basada en legitimar constitucionalmente la existencia de la pluralidad nacional y/o lingüística interna. La vía francesa, que consistió en disolver de manera activa todo tipo de heterogeneidad inicial hasta crear un estado nación monolítico. Y la vía austro-rusa, en la que la incapacidad de los imperios tradicionales para absorber sus minorías nacionales llevó a la implosión política y a la formación de estados independientes (relativamente homogéneos) después de la Primera Guerra Mundial.

España, en cambio, no siguió ninguna de estas alternativas. En el siglo XIX España fracasó en su intento de forjar un estado nación de corte francés. Ese fracaso no se derivó, como se sostiene a menudo, de la debilidad del aparato estatal español -la unidad político-administrativa de España no peligró en ningún momento-, sino de la incapacidad de las élites gobernantes de ofrecer un proyecto capaz de sublimar las identidades regionales preexistentes en un proyecto nacional más grande. Francia transformó a sus agricultores provinciales en auténticos ciudadanos franceses porque, una vez la revolución de 1789 hubo destruido los privilegios y las jerarquías propias del Antiguo Régimen, la nueva clase política en París procedió a construir una comunidad política de iguales, atractiva para todos, donde el francés se convirtió en lengua común y símbolo de la libertad y la fraternidad. En España, en cambio, la revolución liberal, demasiado débil para apropiarse del estado, no pudo convertir el país en una tabula rasa para crear un ciudadano español moderno, con una sola lengua y una sola identidad.

Sin una identidad nacional unitaria, la solución política natural para España habría sido seguir la vía helvetico-belgo-canadiense. Sin embargo, la posibilidad de construir una nación de naciones no cuajó en el experimento constitucional de 1978: ni la izquierda (federalista) catalana, hegemónica en Cataluña entonces, lo quiso ni los grandes partidos españoles lo habrían consentido.

Es en ese nuevo fracaso -la falta de reconocimiento de la multiplicidad de naciones peninsulares- donde encontramos la raíz del conflicto actual. El unitarismo español, reflejado en el sueño de lo que una España francesa habría podido ser, reflejado en el sueño de poder alcanzar una identidad única y no cuestionada, herido por la negativa de la periferia a disolverse en una unidad que sólo existe en el imaginario del centro peninsular, aprovechó cualquier grieta (y la Constitución española tiene muchísimas) para intentar unificar lo que ni el siglo XIX ni el siglo XX pudieron unificar.

El proyecto unitarista dirigido a construir un estado nación francés no tiene, sin embargo, ninguna posibilidad de éxito social y políticamente. Hoy en día las identidades nacionales en España (y de hecho en casi todos los estados contemporáneos) están plenamente formadas, alimentadas por conciencias lingüísticas diferenciadas, sostenidas por imaginarios colectivos separados, animadas por objetivos políticos diversos. En este sentido, el proyecto recentralizador de PP y Ciudadanos es un despropósito político extraordinario. En el mundo contemporáneo no hay ningún ejemplo de minoría nacional que haya decidido dejar de serlo voluntariamente. Uno puede entender (sin que ello implique adherirse a él) un proyecto político orteguiano, basado en el empate y en la conllevancia entre naciones diversas. Pero la negación y la exclusión del otro es una propuesta irreal, puramente reaccionaria.

Al lado (o, mejor, ante) del unitarismo español, también ha habido históricamente una tendencia federal-republicana importante. La fortuna de esta sensibilidad ha variado en el tiempo en función de dos factores. Primero, la atracción que ha ejercido sobre las clases medias y populares catalanas: mucha en el siglo XIX, poca a finales del XX. Segundo, la fuerza de la izquierda española, que ha sido más republicano-federal cuanto más débil ha sido en la Península y cuanto más ha necesitado a Cataluña. La propuesta de referéndum de Podemos es el último ejemplo de esta tradición política: un nuevo intento de recuperar la alianza de artesanos, obreros, intelectuales e iberistas que conformaron el imaginario histórico de los progresistas españoles decimonónicos para derrotar a la derecha de siempre y sustituir un socialismo burocratizado y sin mucho aliento popular fuera de Andalucía.

Contra la propuesta de referéndum hay poco que decir -es bueno que haya líderes españoles que lo propongan-, salvo dos cosas. En primer lugar, el referéndum no se puede proponer negando que las elecciones del 27-S ya fueron un referéndum, con resultados muy claros y favorables al soberanismo (aunque, hoy por hoy, mal administrados). En segundo lugar, los políticos catalanes aliados de Podemos tienen que ser honestos: tienen que decir qué harán si el referéndum no llega en el plazo de un año que han prometido y si pasarán a defender el derecho de autodeterminación de Cataluña con hechos y no con palabras.

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