Un precedente peligroso

El derecho de admisión no está sometido a ningún otro control que el de los administradores de la red

Carles Mundó
3 min
MICHAEL REYNOLDS / EFE

No hay que ser admirador de Donald Trump ni simpatizar con sus postulados ni con sus formas para darse cuenta de que la suspensión de las cuentas de Twitter, Facebook y YouTube del presidente de los Estados Unidos es un precedente preocupante que nos tendría que hacer encender todas las luces de alerta.

Hace una semana, después de la impactante entrada en el Capitolio de los partidarios más fanáticos de Trump durante la sesión de proclamación de Joe Biden como nuevo presidente de los Estados Unidos, que acabó con cinco personas muertas, los responsables de la compañía Twitter comunicaban lo siguiente: "Después de revisar de cerca los tuits recientes de la cuenta @realDonaldTrump y el contexto que los rodea (específicamente cómo se están recibiendo e interpretando dentro y fuera de Twitter), hemos suspendido definitivamente la cuenta debido al riesgo de incitar más a la violencia". Pero genera perplejidad que los que deciden suspender permanentemente, o sea cerrar, la cuenta de Donald Trump sean los mismos que mantienen abierta la cuenta del presidente sirio, Bashar al-Ásad, con 166 millones de seguidores, del presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, o del dictador ruandés Paul Kagame, entre otros muchos líderes autoritarios de todo el planeta y de movimientos fascistas de todo tipo.

Ciertamente, Twitter, como todas las otras, es una red social privada y todo el mundo que se une a ella se aviene a someterse voluntariamente a sus normas de funcionamiento, que formalmente advierten del rechazo sobre contenidos que puedan ser discriminatorios o de incitación al odio o a la violencia contra las personas. Aun así, este tipo de derecho de admisión no está sometido a ningún otro control que le de los administradores de las redes. El límite a la libertad de expresión y la valoración sobre los contenidos pretendidamente nocivos lo deciden, unilateralmente, personas anónimas que se desconoce a qué intereses o motivaciones pueden obedecer.

Cuando nos encontramos con redes sociales como Facebook, que tiene 2.500 millones de usuarios; con YouTube, que tiene 2.000; Instagram, con 1.000 millones, o Twitter, que suma 340, es evidente que no se puede caer en la ingenuidad de aceptar que son redes privadas que pueden hacer lo que consideren más oportuno. La dimensión y, para decirlo por su nombre, el poder de las grandes redes sociales no puede quedar al margen de los mecanismos de protección del derecho a la libertad de expresión ni podemos creer, ingenuamente, que siempre estarán en manos de corporaciones que buscarán el bien común y priorizarán la defensa de los derechos fundamentales de las personas.

Si abrimos el angular, se hace extraño que la manera en que se protege la libertad de expresión sea diferente en función del soporte sobre el cual se difunden los mensajes. Si las proclamas de Donald Trump sobre fraude electoral o las consignas para ocupar el Capitolio no se hubieran hecho con un tuit sino en el transcurso de una entrevista en la televisión o en la radio, o mediante un artículo de opinión en un diario o en un medio digital, ¿alguien habría dicho que había que cortar la entrevista, secuestrar todos los diarios o descolgar el artículo? Seguro que no.

En el caso de los medios de comunicación digamos convencionales, en el mejor de los casos se habrían contrarrestado las falsedades con información o se habrían puesto en contexto determinados mensajes potencialmente peligrosos, pero no se habría silenciado a nadie. En cambio, en las redes sociales los administradores pueden decidir en cualquier momento que hay mensajes que tenemos que dejar de recibir y otros que se pueden amplificar.

El alcance planetario de las redes, desvinculadas del control de toda autoridad reguladora real que se guíe con parámetros inequívocamente democráticos, ha hecho que el oligopolio de las grandes corporaciones privadas module a conveniencia unas plataformas con un impacto inmenso sobre la población. Dentro de los estados, estas cuestiones acostumbran a tener la protección de sistemas judiciales que ejercen de garantes de los derechos fundamentales, pero esto desaparece cuando el debate se traslada a la red.

El combate contra los mensajes que incitan a la violencia y al odio no se tiene que hacer con la censura, porque no es lo mismo tapar los problemas que hacerlos desaparecer. La desinformación y las mentiras se combaten con información clara y veraz, de fuentes creíbles, y el fanatismo y el odio se combaten con pedagogía y con buena política.

La respuesta que merecía Trump no era que le cerraran la cuenta de Twitter para que no oyéramos sus disparates. Lo que hacía falta era someterlo al escrutinio político a través de mecanismos democráticos como el impeachment, pero ya veremos si esta vez se llega hasta el final. Y, por suerte de todos, finalmente fueron los ciudadanos americanos los que, en las urnas, optaron por pasar página. Es mejor oír a Trump desde Twitter que desde la Casa Blanca.

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