Un gesto de Junqueras y una frase de Romeva: la investidura desde Estremera

Crónica de una visita a la cárcel el día que Quim Torra defiende su candidatura

David Miró
6 min
Exterior del centre penitenciari número 7 de Madrid, la presó d'Estremera

SubdirectorVolviendo de la prisión de Estremera hacia Madrid, el silencio es tan denso dentro del coche en el que viajamos las tres personas que hemos ido a visitar a Raül Romeva que casi se puede masticar. Los tres estamos procesando lo que acabamos de vivir. Sin palabras. Mirando al infinito del paisaje de verdes y marrones que rodea el centro penitenciario, surcado por el río Tajo, y que es una postal idílica que contrasta mucho con el escenario de puertas metálicas y cristales dobles que acabamos de conocer. Sobre todo ese momento, imaginado cien veces, en el que en medio de un grupo de presos comunes emergen rostros conocidos que caminan con paso decidido hacia los locutorios: primero el de Quim Forn, después el de Oriol Junqueras y finalmente el de Raül Romeva. Es todo tan irreal que a la vuelta en coche piensas que lo que has visto ha sido en realidad una película, un sueño, una visión. Pero no lo ha sido, porque en el bolsillo tienes un papel que te ha facilitado un funcionario donde has podido apuntar algunas de las frases que Romeva ha pronunciado desde detrás del cristal con la avidez de quien sabe que el tiempo corre, y que hay que aprovecharlo al máximo. Pero antes han pasado cosas. Muchas.

De lejos, desde la carretera, no puedo evitar pensar que la prisión, de tan nueva, parece un campo de concentración provisional con una extraña torre de control. "¿A quién van a visitar?", pregunta el vigilante de la barrera que nos tiene que dejar pasar. "Raül Romeva", contestamos. Vemos cómo busca el nombre en una lista y nos indica hacia dónde tenemos que ir. Dentro de la sala encontramos caras que ya hemos visto antes en el famoso restaurante El Quijote, parada obligatoria de quienes van a visitar a los presos. Son familiares de Quim Forn, tíos y una sobrina. Una de las tías nos dice que ya es la cuarta vez que va. Sorprende la dignidad y la entereza de unas personas mayores que han hecho un viaje de seis horas por carretera para ver a su sobrino. Hablamos de las hijas de Forn, de cómo se le parecen, y, de repente, cuando le hago notar que ella me parece muy valiente, me responde quitándose importancia: "Es que el pueblo también lo es".

De repente, la segunda sorpresa del día. La puerta se abre y entran de golpe, pocos minutos antes de que comience la visita, un mini estado mayor de ERC (Sergi Sol, Raül Murcia -a quien todos en el partido conoce como 'Muto'- y Miquel Martí Gamisans) acompañando a un hombre todavía joven, pero de cabellos blancos, que me resulta familiar. Es Xavier Sardà, que viene a ver a Junqueras. Está emocionado y se mueve con nerviosismo entre la gente que espera para la visita y que, aparentemente, no lo reconoce. No me extraña, pienso yo: aquí hay un sesgo de género, mayoría de mujeres, y muy pocos blancos. El perfil de la población reclusa no es neutro ni representativo de la media. Me saluda afablemente y me cuenta el motivo de su visita: aprecia a Junqueras, desde la discrepancia ideológica, pero con el convencimiento de que su encarcelamiento es una locura. "Es una auténtica putada", concluye, lacónico. Después lo veré gesticular ante un Junqueras férreo mientras toma notas con aire frenético.

"¿Tú estás en barrera, hoy?" "No, hoy me toca accesos". Dos funcionarios hablan despreocupadamente mientras, con gestos mecánicos de tan repetidos, van comprobando que nadie quiere entrar con ningún objeto o sustancia sospechosa en el locutorio. Las puertas se abren y se cierran, y el grupo avanza disciplinadamente, en silencio. "Para funcionar bien aquí dentro debe de ser muy útil haber hecho la mili", comenta Sardà. Finalmente vemos los locutorios y una especie de puesto de mando con muchos botones desde donde un funcionario vigila y acciona los sistemas de comunicación. Lo hemos dejado todo en las taquillas, pero Diana, la mujer de Romeva, nos ha avisado de que si el funcionario está de buen humor nos puede dejar un boli y un papel.

"Devolvédmelo después que no tengo más".

Entramos en el locutorio, un cubículo donde apenas caben tres personas sentadas y una cuarta de pie, con un cristal y un interfono. Y entonces, el momento. Son ellos. No hay duda. Puedo confirmar que Junqueras está más delgado y curtido por el sol inclemente de la Meseta. Forn debe de pasar menos horas al sol pero también tiene buena cara. Y Romeva luce unos bíceps propios de film presidiario. Todos sonríen y saludan, contentos de ver caras conocidas, antes de entrar en los respectivos locutorios. El nuestro está junto al de Junqueras. No me separa de él más de un metro o metro y medio. Y de Romeva apenas unos centímetros, los del cristal. Los tienes cerca y muy lejos al mismo tiempo. Es difícil de digerir.

"¿Qué, cómo estáis?" Romeva nos hace la pregunta que nosotros deberíamos hacerle a él, pero los tres nos hemos quedado sin palabras en el momento más inoportuno: antes de empezar. Carme Colomina y Helena Ricomà le hacen llegar mensajes de cariño varios y noticias que saben que lo harán feliz, como que su hija Elda ha saltado más de 10,05 metros en triple salto. Se había comprometido a ello y lo ha cumplido. Y entonces, de repente, vemos que Raül tiene ganas de decir muchas cosas, es un torrente imparable de palabras, un hombre que dedica muchas horas a leer (nos enseña un libro de Gramsci) y a pensar. Esta es una de las principales lecciones de la visita.

Mientras en Barcelona la política catalana parece embarrada en el cortoplacismo y el tacticismo estéril, allí en Estremera hay gente que piensa en el largo plazo, con mirada amplia. "Este y yo [dice señalando a Junqueras] sabemos que esto va para largo, pero también pensamos que cuando salgamos estaremos en mejores condiciones. Como dicen en Mallorca: ‘La verdad siempre flota’". Sorprende que alguien pueda asumir un coste personal tan elevado con tanta determinación, pero es que, por mucho que me esfuerzo, no sé encontrar ninguna grieta ni ningún síntoma de debilidad en su discurso. Hay un punto de fatalismo en la aceptación del propio destino. "La lucha por los derechos civiles no es un sprint, sino un maratón", nos dice apropiándose de una frase de John Carlos, el atleta negro estadounidense que levantó el puño en el podio de los Juegos Olímpicos de 1968. "Esto no va del 1714 ni de nacionalismo, va de derechos, de democracia y de libertad", dice en otro mensaje con destinatarios perfectamente identificables. "La República no es una trinchera. Solo avanzaremos si salimos de la trinchera". "Mano tendida y empatía, máximo respeto para todos". "Lo que hay es miedo: los tenemos que convencer de que la República no va contra nadie".

Le pregunto si en prisión ha notado este miedo al independentismo, y me dice que sí, que un preso común le preguntó: "¿Por qué nos odiáis tanto?" Y al final lo convenció de que él no odiaba a nadie, sino todo lo contrario. Al final tuvo que claudicar: "Pues veo que no eres tan mal tío". "Aquí los funcionarios flipan cuando ven que nací en Madrid", nos comenta con una media sonrisa. El rostro solo cambia cuando habla de Ciudadanos. Ve un peligro real. Y no acepta las críticas fáciles que se hicieron a su gestión en la conselleria. "Nunca dije que tendríamos reconocimientos internacionales, esto es no conocer cómo funciona el mundo", replica. Cuando le comento que la CUP puede votar en contra de la investidura de Torra, mira hacia el techo y sopla. "Esto ya lo hemos vivido".

El tiempo corre sin que te des cuenta. He tenido que ir un momento al locutorio de al lado a recuperar mi boli de manos de Sardà, y lo he aprovechado para saludar a Junqueras. Como Romeva, parece muy consciente de su papel allí. Me dice que en pleno mes de mayo está recibiendo postales de Navidad. El final es un poco precipitado y atropellado. Como no tenemos práctica, no sabemos terminar bien y en plena respuesta de Romeva el interfono deja de funcionar y ya no nos llegan los sonidos que emite su boca. De repente estamos en una película muda y tenemos que pasar a la mímica, a los gestos, a tocar el cristal con unas manos que quieren sentir el contacto con la carne y no pueden. Rápidamente lo aprovechamos para entrar en el locutorio donde está Junqueras para despedirnos de él. Ya no puede hablar pero nos hace gestos. Al principio no lo entendemos pero luego todo se vuelve claro como el agua: primero nos hace un movimiento con las manos, enérgico, de abajo hacia arriba, para que estemos animados; después se pone los dedos en la boca y dibuja una sonrisa; finalmente se toca el brazo con el puño para decir que seamos fuertes. Le decimos adiós con las manos y también sonreímos. Salimos. Los tres nos miramos. Tenemos un nudo en la garganta.

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