La vida (laboral) son cuatro días

Se trata de reducir la presencialidad innecesaria, y ser más eficientes al realizar ciertas tareas

Elena Costas
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HARRY TODD / GETTY

El ministro de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, José Luis Escrivá, y la ministra de Hacienda y portavoz, María Jesús Montero, lo niegan: el gobierno de Pedro Sánchez no está debatiendo la implantación en España de la jornada laboral de cuatro días –o 32 horas–. Esta medida, propuesta por el vicepresidente Pablo Iglesias, ha venido a añadirse a la lista de desavenencias entre PSOE y Podemos, los dos socios de gobierno. Pero no se trata de una anomalía como propuesta política. Países como Francia, Suecia, Alemania o Dinamarca han llevado a cabo reformas o estudios similares, y Nueva Zelanda lo plantea también en el contexto de la crisis del coronavirus. Esto nos lleva a preguntarnos: ¿podemos trabajar solo cuatro días a la semana? O, cosa más importante: ¿hay que imponer esta medida?

A lo largo del último siglo, la jornada laboral media –así como la máxima impuesta por ley o por los convenios colectivos– se ha ido reduciendo de manera gradual. Hace solo 50 años trabajar los sábados por la mañana era habitual en nuestro país para gran parte de los trabajadores. Y hace casi 40 años se impuso el máximo de 40 horas, no con pocas críticas por parte de la patronal.

La idea de que cada vez trabajemos menos tiempo tampoco es nueva en el pensamiento económico. Son muchos los autores que han hablado sobre cómo el progreso tecnológico y la generalización del uso de las máquinas podrían aumentar el bienestar de la sociedad reduciendo la jornada laboral. El propio Keynes, recordado en toda gran crisis, dijo en 1930 en Madrid, en la conferencia El futuro económico de nuestros nietos, que el siglo XX nos traería, a los países avanzados, jornadas de 15 horas semanales. El resto del tiempo lo dedicaríamos a aprender las artes de la vida. Muchos firmaríamos ahora mismo un contrato laboral que nos garantizara estas condiciones. Manteniendo, eso sí, un sueldo de jornada completa. La duda está en si se trata de una utopía y, si no lo es, en cómo llegar a ello.

Podemos mirar las experiencias de nuestro entorno para intentar prever el efecto de una medida de este tipo en nuestra economía. El Reino Unido, durante las crisis del petróleo de los 70, impuso una jornada laboral de tres días semanales. El objetivo: conseguir un ahorro energético. Uno de los ejemplos más utilizados es el caso de Francia, donde a finales del siglo pasado se incentivó el cambio a una jornada de 35 h para favorecer la conciliación. Veinte años después, y recurriendo a las horas extras, la jornada mayoritaria se acerca bastante a nuestras 40 horas. Hace pocos años el Ayuntamiento de Göteborg experimentó también reduciendo las horas trabajadas a 30 semanales. A pesar del buen recibimiento de los trabajadores públicos, la medida no se implantó, puesto que suponía unos costes elevados para el consistorio. No olvidemos que todas estas propuestas pasan por mantener el sueldo que corresponde a una jornada completa.

Si vamos a mirar cuáles son los países más productivos en función de las horas trabajadas veremos que Luxemburgo, Noruega, Holanda, Francia y Alemania encabezan la lista, todos ellos con una jornada media inferior a las 40 horas semanales. Esto nos podría llevar a pensar que, de forma automática, si reducimos las horas de trabajo seremos más productivos. La duda está en si es el huevo o la gallina: si al trabajar menos producimos más por hora, o si, al contrario, son las ganancias en productividad y eficiencia las que nos permiten reducir las horas de trabajo. Y, desgraciadamente para los que proponen la reducción de la jornada, la evidencia se inclina por la segunda opción.

Nuestro mercado laboral se caracteriza por un uso –y abuso– desmesurado de los contratos temporales. Esto en si mismo no tendría que ser un problema. Pero sí lo es cuando se acompaña con unas tasas muy altas de subocupación, o tiempo parcial no voluntario. Ya son muchos los ciudadanos que trabajan menos de 40 horas semanales, pero no porque quieran, ni llegan a un sueldo que les permite tener una vida digna. Imponer a golpe de ley un cambio en esta situación parece poco razonable. De hecho, a lo largo de esta crisis, y a diferencia de lo que ha pasado en anteriores, el ajuste en la ocupación se ha hecho en la reducción de horas trabajadas –gracias a los ERTE– y no tanto en un aumento de los parados.

Eso sí, hablar de mejoras en la flexibilización de las jornadas laborales, que permitan a los trabajadores conciliar mejor su vida personal, es una buena noticia, y llevará muy probablemente a mejoras de la productividad. Se trata de reducir la presencialidad innecesaria, y de ser más eficientes al realizar ciertas tareas. Hay que tener en cuenta también las posibles desigualdades que se producen entre los trabajadores, por sectores o nivel jerárquico, y que se pueden acentuar por una regulación de las jornadas laborales. En cualquier caso, y siguiendo el camino marcado por la Comunidad Valenciana, que ha aprobado una partida de cuatro millones para incentivar a las empresas a reducir la jornada a cuatro días, en la experimentación y la evaluación está la respuesta. Solo probando a pequeña escala sabremos cuáles son las mejores respuestas para aumentar la productividad de nuestras empresas y trabajadores, cosa que nos llevará a jornadas más reducidas.

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