Ben Adret vuelve a casa

El nombre de Ben Adret preside ahora una de las calles más singulares del antiguo barrio judío

Gerardo Pisarello
3 min

Primer Teniente de alcaldíaHace unas semanas, un hombre armado irrumpió en una sinagoga, en Pittsburgh, y comenzó a disparar furioso al grito de "¡Todos los judíos deben morir!". Once personas perdieron la vida y seis más resultaron heridas. Aquel crimen heló el corazón del mundo. También el de la Barcelona diversa, pacífica, que somos. Y que no se explicaría sin la inconmensurable aportación de sus comunidades hebreas.

Los pogromos, los linchamientos antisemitas, aparecieron en nuestra ciudad mucho antes que esta palabra de origen ruso fuese acuñada. Uno de los más terribles fue el de 1391, que terminó con asesinatos masivos en el barrio judío de nuestra ciudad. Hasta entonces, esta comunidad había tenido un papel destacadísimo en terrenos como la filosofía, el arte, el comercio o la teología. Uno de los barceloneses más influyentes de aquellos tiempos, de hecho, fue el rabino y jurisconsulto Salomón Ben Adret. Esta semana, su nombre ha pasado a presidir una de las calles más singulares del antiguo barrio judío de Barcelona ['call de Barcelona'], en el barrio Gótico. Este gesto pretende ser un desagravio por el infausto pogromo medieval. Pero también una manera de acoger a Ben Adret en su casa y de reafirmar Barcelona como ciudad comprometida con los derechos humanos y firme en el rechazo del veneno antisemita.

Ben Adret fue un prestigioso talmudista. Su nombre ha pasado a la historia como sinónimo de inteligencia, pragmatismo y voluntad de pacto. Estas virtudes, propias también de algunos de sus contradictores, como el gran Maimónides, han estado a menudo presentes en la tradición judaica. De hecho, representan una de sus contribuciones más destacadas al pensamiento ilustrado europeo: dialogar, pensar con rigor, comprender, llegar a acuerdos como alternativa al fanatismo y la intolerancia. Una rica tradición que incluye a Ben Adret y Maimónides, pero también otros nombres que todavía nos deslumbran, como el de Baruch Spinoza.

Siempre he pensado que Barcelona no puede olvidar ni minimizar este legado. Y mucho menos consentir su estigmatización. Si los hechos de Pittsburgh nos helaron el corazón, fue porque no constituyen una excepción. Estos días, precisamente, se cumplen 80 años de la noche de los cristales rotos, conocida también como Kristallnacht. En aquella ocasión, el régimen nazi decidió, de manera cobarde y miserable, utilizar a la población judía como chivo expiatorio de una crisis galopante. En el injusto e incierto mundo actual, esa tentación no ha desaparecido. Lo observamos en los Estados Unidos de Trump, pero también en la Italia de Salvini, en Alemania o en Francia, donde los desfiles neonazis, con el brazo alzado y los cantos antisemitas, islamófobos u homófobos, han dejado de ser una anécdota y no se pueden tomar a la ligera.

Soy hijo de una generación latinoamericana marcada por la experiencia siniestra del terrorismo de Estado. Cuando era apenas un niño, las fuerzas paramilitares que empezaban a operar en Argentina pusieron dos bombas en mi casa. El pánico se apoderó entonces de muchísima gente, incluso de los amigos más cercanos, que terminaron alejándose por miedo a sufrir represalias. Nunca olvidaré que, entre los pocos nombres que se atrevieron a mantener su solidaridad, a acompañarnos, estuvieron los de los Gaon, los Silberman; miembros de una comunidad judía argentina que también acabaría teniendo numerosas víctimas en una de las dictaduras más salvajes que ha asolado el país.

He vuelto a pensar en ellos en ocasión de la masacre de Pittsburgh, de la Kristallnacht, y también de otro aniversario que conmemoramos de manera reciente: la partida de Barcelona de las Brigadas Internacionales. La historia de aquellos hombres y mujeres que, de manera desinteresada, llegaron a Barcelona, a Madrid, a Aragón, a defender la República del fascismo y la barbarie, es uno de los capítulos más nobles de la historia de la humanidad. Lo que es menos conocido es que, de los casi 35.000 voluntarios que llegaron a nuestras ciudades, se estima que casi 8000 eran judíos. Estos jóvenes, como la valiente Mika Feldman, que llegaría a ser capitana del POUM, venían de todos los rincones del mundo a defender la libertad en unas tierras marcadas por la Inquisición, que los habían expulsado poco más de cuatro siglos atrás.

Recordar a Salomón Ben Adret en el Gòtic, rendir homenaje al viejo legado de Maimónides, de Spinoza, es también una manera de recordarles a ellos. Y de reafirmar la Barcelona internacionalista, comprometida con los derechos y abierta al mundo. Esta Barcelona judía, pero igualmente árabe, cristiana, laica, pacifista, antirracista, que nos define, nos enorgullece, y a la que no pensamos renunciar.

stats