Los ojos cerrados

A contrarreloj, la actividad educativa se ha mudado entera a internet

Hans Laguna
4 min
El confinament ha fet que moltes activitats haguessin de migrar a la web. En la imatge, una xerrada del CCCB entre el periodista Sergi Vicente i el professor d'estudis xinesos Manel Ollé.

Soy profesor universitario a media jornada. En el desierto de desempleo y precariedad que está dejando la pandemia, me siento un privilegiado por conservar mi empleo mileurista. Como docente, sin embargo, mi situación en las últimas semanas se resume en un meme que circula por los chats de profesores. En la mitad superior hay una imagen del naufragio del Titanic con la frase “La humanidad en 2020”; en la mitad inferior, vemos a los músicos tocando en la cubierta, con cara de circunstancias, mientras el barco se hunde, y la frase “Los profes enseñando online”.

Pues eso: todo se va al garete, pero los colegios y universidades, tanto públicos como privados, siguen a lo suyo. ¡Que no pare la música! A contrarreloj, la actividad educativa se ha mudado entera a internet, gracias al trabajo exprés de profes, jefes de estudios y de área, equipos de secretaría académica y de sistemas informáticos. Llevaba años anunciándose, pero al final la mudanza se ha hecho en unos pocos días. Ningún escenario de futuro contempló que el teletrabajo iba a implantarse así, a trompicones y bajo un insólito arresto domiciliario, a menudo agravado por el cuidado de niños y personas dependientes, como es mi caso.

En medio de este sindiós, los músicos del Titanic nos las estamos apañando para acomodar al nuevo entorno todas nuestras asignaturas, con sus respectivos criterios de evaluación, competencias, temporizaciones y recursos didácticos. Lo que el ministerio llama “modalidades de enseñanza no presencial” es de momento un frenético bufet libre en el que acabas comiendo varios platos a la vez: Microsoft Teams, Zoom, Google Hangouts, Skype, Camtasia, Jitsi… Ah, y el campus virtual, un abuelo antipático que, en plena orgía de softwares, se ha vuelto entrañable.

Es lunes, son las 8:00 AM y me encuentro en la salita de estar de mi piso. Estoy duchado y vestido de calle, pero en pantuflas. Me dispongo a dar mi primera clase en streaming. Me coloco ante el portátil y activo la cámara. Elijo como fondo una pared blanca (de gotelé, qué le voy a hacer). Empiezo la clase y al poco noto algo extraño: en el margen inferior de la pantalla, un tipo gesticula sin parar. Mientras hablo, veo de reojo cómo agita las manos, se toca la cara, agacha la cabeza, se la frota. ¿Quién es ese energúmeno? SOY YO. Intento no hacerle/me demasiado caso y sigo con el discurso. La clase sale bien. A pesar de lo anómalo de las circunstancias, los 57 alumnos conectados y yo conseguimos recrear la normalidad de una sesión magistral. La mecánica es, a fin de cuentas, muy sencilla: yo doy un sermón de hora y media, ellos escuchan y toman notas; a veces me preguntan algo, otras veces soy yo quien les interpela. Se trata de una forma de instrucción que, tras años de experiencia, he conseguido dominar, pero que según los pedagogos tiene los días contados. Una liturgia que lleva siglos en las aulas y a la que le ha tocado agonizar en un no-lugar propiedad de Bill Gates.

Durante el resto del día, entre las tareas domésticas y de cuidado de mis padres, tengo numerosas relaciones sociales a través de la pantalla: reuniones de trabajo, tutorías con estudiantes, charlas con amigos. Igual que al inicio de la clase de esta mañana, en todas ellas experimento un incómodo desdoblamiento. ¿Cómo sería, en el mundo real, llevar siempre un espejito y ponerlo al lado de las personas con las que hablamos? El confinamiento está siendo un curso avanzado de gestión de lo Unheimliches, un concepto freudiano que designa aquello que nos resulta familiar y a la vez inquietante, en este caso aplicado a uno mismo. Todavía saco tiempo para corregir algunos trabajos, y después pongo un video de Jaime Altozano mientras me preparo la cena. Recuerdo el rechazo que sentí cuando me acerqué por primera vez a los youtubers. Tan autoconscientes ante la cámara, todo en ellos me resultaba insoportablemente calculado. A estas alturas, en cambio, los egotrips de los Altozano y compañía hasta me entretienen.

Como buen obrero del siglo XXI, mi disponibilidad es 24x7, así que termino de cenar y me pongo a contestar los mensajes que me esperan en el chat del Teams, el correo electrónico y el buzón del antiguo campus. Descubro que mi clase de la mañana está colgada en el muro de publicaciones de la asignatura. ¿Quiero realmente verme dando clase? No. ¿Le doy al play? Sí. El resultado es el esperado: autocrítica feroz -y Unheimliches por un tubo. Ahora mismo tengo ganas de contratar a un coach que me enseñe a hablar en público.

Me voy a la cama. Mañana a primera hora tengo que estar en mi puesto de trabajo, es decir, ante esta misma pantalla y con el fondo de gotelé. Me acuesto y me pongo a mirar en el móvil fotos de Claudia, mi sobrina de siete años. Cuando sabe que le voy a hacer una foto, ella posa ante la cámara y luego corre a cogerme el teléfono para ver cómo ha quedado. Con los deditos hace zoom en la cara. Si no le gusta la foto, me insiste para que la repita. Soy su tío y siempre le obedezco, pero su actitud no deja de sobresaltarme. En mi infancia, para ver una fotografía tenías que esperarte a que la revelaran. Eso podía tardar tantos días que, cuando finalmente sucedía, ya ni te acordabas. Sólo entonces podías saber si habías tenido la mala pata de salir en la foto -¡ay!- con los ojos cerrados. Y así se te quedabas en los álbumes: con los ojos cerrados, para siempre.

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