Menospreciar a los electores

Lo que no se puede hacer es someter a ramas de actividad completas al pacto del hambre

Joan B. Culla
4 min
Treballadors de la restauració i l'oci nocturn protestant aquest dimecres al Parc de la Ciutadella

Como saben, el gobierno de la Generalitat ha empezado a hacer planes de cara a compatibilizar las elecciones previstas para el 14 de febrero con la más que probable persistencia de la pandemia: colegios electorales en pabellones y no en escuelas, colas especiales para las personas de riesgo, potenciación del voto por correo... Simultáneamente, los dos partidos que forman el ejecutivo en funciones van ultimando las candidaturas respectivas, sin descuidar ni un solo día -ni disimular- los ataques recíprocos en clave de pugna preelectoral. Aun así, me parece que estos preparativos carecen de una pieza, que tanto Junts como ERC parecen haber obviado: evaluar el impacto que puede tener en las decisiones de voto el inmenso cabreo, la desesperación de muchísimos electores.

De estos cabreo y desesperación, tuvimos un indicio cuantitativo el otro día, con las 406.000 peticiones de ayuda de otros tantos autónomos, de las cuales los recursos disponibles solo permitieron satisfacer a 10.000, encima elegidas de mala manera. Y un indicio cualitativo con el ataque de un grupo de trabajadores de la restauración al Palau de la Generalitat, el domingo 8. Nunca en cuatro décadas, ni durante las peores crisis laborales o políticas, había pasado algo parecido. Y por otro lado están las pequeñas señales, los síntomas: esos parientes o conocidos perjudicados por las restricciones que, después de haber votado independentista siempre desde 2012, ahora te dicen que el 14-F votarán en blanco o se quedarán en casa.

Sí, claro que en otros países europeos rigen medidas parecidas. Pero, en esas latitudes más septentrionales, los poderes públicos garantizan a los negocios cerrados la compensación del 80% o más de las pérdidas, o del lucro cesante, y esto legitima a sus gobernantes para congelar la actividad de sectores económicos enteros. Y bien, si aquí los recursos disponibles solo permiten ayudas irrisorias y pésimamente gestionadas, lo que no se puede es someter a ramas de actividad completas al pacto del hambre.

Y menos en el caso del ramo de la restauración, cuando se nos ha sido repitiendo durante años y años -desde la administración y desde los media- que este era un elemento estratégico de la economía catalana; que los restaurantes de calidad resultaban imprescindibles para seguir atrayendo un turismo de alto nivel, etcétera. ¿Se acuerdan de cuando cada otoño estábamos pendientes de la atribución de las nuevas estrellas Michelin? ¿Y de la atención que dispensábamos -las autoridades, las primeras- a si El Celler de Can Roca obtenía o revalidaba el título de mejor restaurante del mundo?

Pues el pasado martes Joan Roca -y, con él, los Gaig, Ruscalleda, Parellada, Monje, Adrià, Torres, Fornell, Puig, etcétera..., la élite de los restauradores catalanes- se manifestaron en un cruce del Eixample, en nombre de 90.000 familias, pidiendo, implorando, que se los deje trabajar, que se los deje vivir. Pero no: la respuesta gubernamental ha sido prolongar la clausura estricta diez días más hasta sumar cuarenta consecutivos, y prever a partir del día 23 una limitada apertura de terrazas que por el horario, por las fechas de finales de noviembre y por la estructura real del sector, resulta más un escarnio que un alivio.

Y después está el agravio comparativo. Con datos sanitarios no sustancialmente diferentes de los nuestros durante este otoño, ni Aragón, ni el País Valenciano, ni Madrid, ni Andalucía, ni Murcia, ni Extremadura, ni Castilla-La Mancha han cerrado en ningún momento la restauración. Yo no sé si Isabel Díaz Ayuso posee una varilla mágica, si falsifica los indicadores de la pandemia, si ha ordenado hacer pruebas menos precisas o qué, pero las UCI de los hospitales madrileños no están más llenas que las de aquí, no se ha tenido que volver a abrir el hospital de campaña de Ifema y no hay enfermos desatendidos que se vayan muriendo por las aceras de la capital del Estado. Me cuesta decirlo, pero ¿y si, con todas sus limitaciones intelectuales, lo que la señora Díaz Ayuso tuviera fuera un instinto político que a otros les falta?

Es obvio que los efectos socioeconómicos del covid-19 no distinguen de ideologías y castigan igual a independentistas, unionistas e indiferentes. Pero el independentismo tiene el próximo 14 de febrero una reválida -una más- que, si no aprobara manteniendo al menos la mayoría absoluta parlamentaria, le plantearía gravísimos problemas. Y, con una dispersión de ofertas sin precedentes y una participación previsiblemente baja, esto puede ir de unas decenas de miles de votos. Tendría narices que las decisiones del Procicat, este nuevo oráculo, llegaran a tumbar lo que no consiguieron abatir Rajoy, Soraya y el artículo 155.

Y, por favor, que no me digan que atender el clamor de los restauradores y otros colectivos damnificados por las restricciones sería caer en el electoralismo; que, sordos a las presiones, nuestros gobernantes se preocupan solo de la salud de los ciudadanos. A la salud la amenaza el covid, pero también lo hacen la angustia, la penuria, la falta de trabajo y de horizontes. Y gestionar los intereses plurales, incluso contradictorios, de los gobernados no es electoralismo. Se llama hacer política.

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