El rey, el TC y la razón de estado

La construcción jurídica del TC es débil y no está exenta de quiebros delirantes

Joan Ridao
4 min

La sentencia del TC sobre la declaración del Parlament de rechazo a la monarquía dice textualmente que "la inviolabilidad preserva al rey de cualquier tipo de censura o control de sus actos". Me froto los ojos. Releo incrédulo. Me recuerda al principio monárquico preliberal, basado en el derecho divino. No en vano, mientras en Europa la Ilustración y las revoluciones liberales instauraron nuevos contratos sociales (monárquicos o republicanos) que definieron una manera de entender la política en torno a instituciones democráticas y representativas, los herederos estamentales de España no habían tenido ningún impedimento hasta la Constitución de 1978 para seguir respondiendo de sus actos solo ante Dios nuestro señor.

Eso mismo, salvando las distancias, es lo que parece defender el TC al anular parte de una resolución del Parlament que rechaza la monarquía —por caduca y ajena al principio democrático— y que condena la alocución del jefe del estado después del 1-O. Para llegar aquí, el alto tribunal afirma sin pudor —y por unanimidad (!)— que el rey, "como símbolo de la unidad y permanencia del Estado", se mantiene ajeno a toda controversia política y no interviene en el proceso político (?). Por eso mismo, afirma, es inviolable y está exento de responsabilidad por sus actos. Así, aparte de omitir deliberadamente la función constitucional de moderación y arbitraje de la Corona —que se puso de relieve, por cierto, el 3 de octubre del 2017—, el TC se contradice cuando, más adelante y sin sonrojarse, asegura que su propio pronunciamiento habría sido diferente si la declaración parlamentaria no hubiera hecho referencia a la intervención del rey en el conflicto catalán.

No nos engañemos, este el núcleo de la cuestión: la razón de estado, la búsqueda de una justificación basada en argumentos de conveniencia política para preservar la institución de las críticas y dar cobertura a su actuación durante el 'procés'. El resto es una débil construcción jurídica dirigida a servir a esta causa, no exenta, claro, de contradicciones y quiebros delirantes. Se afirma que cualquier intento de reprobar al rey equivale a una imputación de responsabilidad contraria a su estatus constitucional; sin embargo, la declaración parlamentaria se limitaba a expresar un juicio de valor falto de fuerza normativa. Por tratarse de un acto de naturaleza política, como reconoció el propio Consejo de Estado en un dictamen, de dicha declaración no se deriva ninguna exigencia de responsabilidad ni consecuencia jurídica. Por tanto, el TC no sólo menoscaba las funciones representativas del Parlament sino también la más elemental noción de pluralismo político y la libertad de expresión que ampara sus miembros. Se mantiene, además, impermeable a la realidad, pues diferentes sectores políticos y de opinión no sólo formulan críticas habitualmente a la actuación del rey sino que hay quien plantea reformar la Constitución para cambiar la forma del estado o la supresión de la inviolabilidad, como hizo el presidente Sánchez.

Por otra parte, en la sentencia, el TC se aferra a un criterio reciente —adoptado con motivo de sus resoluciones sobre el 'procés'— por el que la eficacia jurídica de los actos del Parlament no depende de si son vinculantes o exigibles. Ahora bien, el alto tribunal ha sostenido tradicionalmente que "la eventual inconstitucionalidad de los actos parlamentarios solo es relevante cuando concluyen con una resolución, disposición o acto que se integra en el ordenamiento" (ITC 135/2004), o cuando tengan "siquiera indiciariamente, capacidad para producir efectos jurídicos" (STC 259/2015). Además, ha defendido que este tipo de iniciativas parlamentarias son una manera de "suscitar el debate" implícita en la función representativa de los diputados (STC 40/2003).

En este contexto, por añadidura, no hay que decir que la Constitución no establece límites al debate político, especialmente si se produce en sede parlamentaria. El propio TC, en la sentencia que inauguraba su doctrina sobre el 'procés' (STC 42/2014), esgrimió que la Constitución —que no responde a un modelo de democracia militante— ampara el derecho de promover y defender cualquier proyecto político, incluso los que no coincidan o encajen con los postulados constitucionales vigentes. Este derecho tiene su fundamento en el principio democrático y es libre si se formula pacíficamente, con respeto a los derechos fundamentales y por medios políticos (!).

Finalmente, merece la pena recordar que el TC arguye que la declaración del Parlament fue adoptada “fuera del ámbito de sus atribuciones”. Ahora ya sabemos, pues, que el Parlament ha dejado de ser "la sede donde se expresa el pluralismo y se hace público el debate político", como dice el artículo 55 del Estatut. Al margen de la ironía, cabe tener presente lo que ha dicho el mismo Tribunal sobre esto antes: "Desde una perspectiva general, está claro que la determinación de lo que presente interés para la comunidad autónoma es una decisión que compete adoptar a sus órganos de autogobierno y, de manera destacada, a su Parlamento" (STC 78/2006). En este caso es difícil sostener que la declaración del Parlament no es una manifestación vinculada a los intereses de Cataluña, pues la dirección del Estado —y por tanto, la institución de la Corona— no es ajena a las funciones del Parlament de Cataluña, como prueba el hecho de que el rey ha tenido una intervención decisiva en los asuntos catalanes. Su intervención fue más como garante de la unidad de España que como árbitro, hasta el punto de justificar el papel de los cuerpos policiales el 1-O. Un 1-O que es, por cierto, lo que parece que la razón de estado no tolera. Pues eso.

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