La Junta Electoral al ataque

Joaquín Urías
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Estoy convencido de que hasta hace poco la mayoría de españoles no habían oído siquiera hablar de la Junta Electoral Central. Y así debe ser. El órgano de la administración electoral juega un papel clave en el sistema democrático. En sus manos está la regularidad de las elecciones como mecanismo para la designación popular de los cargos políticos. La Junta Electoral tiene que ser exquisitamente neutral y sus decisiones tienen que ser tan apabullantemente razonables como para que nadie pueda creer que el procedimiento democrático está viciado o al servicio de determinadas ideologías. Por eso, lo mejor que le puede pasar a la junta electoral es que nadie hable de ella. Eso significaría que está haciendo bien su trabajo.

En los últimos tiempos, sin embargo, la junta está teniendo una actuación evidentemente polémica. Es significativo que esta polémica se centre sobre todo en lo relativo a la participación electoral de los partidos independentistas catalanes.

El gobierno Rajoy tuvo la infeliz ocurrencia de judicializar todo lo relativo al llamado desafío secesionista catalán para que todas sus actuaciones dejaran de presentarse como legítimas opciones políticas y aparecieran como atentados contra la legalidad. El papel clave lo jugó el Tribunal Constitucional, que no sólo declaró inconstitucional cualquier discusión parlamentaria sobre la autodeterminación, sino que -por la vía de la desobediencia- convirtió en delito este tipo de discusiones políticas. Tomó el relevo el Tribunal Supremo inventándose un delito de sedición en lo que a todas luces no es más que legítimo ejercicio de protesta social y política.

Ahora le ha tocado el turno a la Junta Electoral Central que parece decidida a descabezar a los partidos políticos independentistas que una vez tras otra consiguen la mayoría de los votos en las elecciones catalanas: no pueden evitar que la ciudadanía los vote, pero sí que ocupen los cargos para los que son elegidos.

Primero se inventó de la nada y sin ninguna base un sistema que desvirtuaba la voluntad popular en la elección de los parlamentarios europeos, estableciendo que tenían que acudir en persona a realizar el juramento a la Constitución. Así, bastaba que el Tribunal Supremo les impidiera salir de su injustificada prisión provisional para que pese a los votos los líderes independendistas nunca accedieran al escaño que legítimamente les correspondía. Ahora la junta ha dado un paso más. O, mejor dicho, dos.

Recientemente el President Torra fue condenado por desobediencia por tardar mucho en cumplir la orden de la propia Junta Electoral de que retirara los lazos amarillos -considerados partidistas- que adornaban espacios públicos catalanes. Amparándose en esta condena, la Junta Electoral Central ha vuelto a retorcer las leyes, esta vez con el objeto de sacar de su cargo nada menos que al Presidente de la Generalitat. Conviene aclara la construcción jurídica que ha utilizado.

En primer lugar hay que señalar que no se trata de un problema de competencia. Pese a las declaraciones de muchos políticos y opinadores, corresponde a la junta decidir cuándo un diputado pierde su condición de electo y ha de ser sustituido por el siguiente en su lista electoral. Esto puede suceder porque el diputado dimita, o porque fallezca o porque no pueda legalmente seguir en el cargo.

El problema es que el artículo 6.2 de nuestra Ley Electoral se cambió para establecer algo constitucionalmente muy dudoso: el cargo electo condenado por sentencia, aunque no sea firme, por determinados delitos resulta inmediatamente inelegible. Está pensado para los delitos de corrupción pero incluye también el de desobediencia. Eso significa que una vez condenado en primera instancia el President Torra, incluso aunque recurra esa sentencia, no puede volver a presentarse a las elecciones. Esto es algo sabido. Sin embargo lo que ha hecho la Junta Electoral es ir más allá de lo que dice la ley y ha establecido que no sólo no puede ser elegido, sino que además pierde su condición actual de diputado. Lo argumenta en que no puede continuar en el cargo quien no es elegible para el mismo. Pero se trata de una interpretación extensiva, que va más allá de lo que dice la ley y eso es algo que no se puede hacer. No es constitucional extender los efectos de una ley de modo tal que restrinja el contenido de los derechos fundamentales, como el derecho a la participación política del artículo 23 de la Constitución. Así que la decisión de la Junta Electoral Central vulnera este derecho.

Lo más preocupante de una decisión tan irregular es la manera en que se ha adoptado. Pese a no ser un tema urgente, la Junta se reunió un viernes tres de enero para decidir. Casualmente justo el día antes de que se iniciara el debate de investidura de un candidato que necesita los votos de algunos políticos independentistas para convertirse en Presidente del Gobierno.

La sensación de que se ha intentado interferir en ese procedimiento político se vuelve más turbadora si se tiene en cuenta de que a favor de esa decisión votaron los vocales elegidos por el PP y Ciudadanos pero también cinco de los ocho magistrados del Tribunal Supremo que forman parte de la JEC. Si debe inquietarnos que el órgano central de la administración electoral actúe en apariencia políticamente, más aún debe hacerlo el que cinco magistrados de nuestro Tribunal Supremo se hayan sumado a este juego.

Vistos los efectos políticos sobre la investidura, están por ver los efectos jurídicos reales de esta decisión. Se ha hecho pública antes de que esté formalmente completa, incluyendo los votos particulares anunciados. Una vez que sea una decisión completa y legítima y así se comunique a las partes debe aplicarse salvo que la Sala tercera del Tribunal Supremo decida suspenderla cautelarmente para evitar un daño irreparable.

Si no es así, al Parlament no le queda más remedio que aplicarla. La JEC es el órgano competente para decidir quién es y quién no diputado del Parlament de Cataluña. El problema, el terrible problema, es si esa decisión no se hace conforme a las leyes en vigor sino inventándose otras. Porque si el árbitro electoral no es neutral y se permite decidir con criterios políticos quién gana o pierde las elecciones entonces todo el sistema democrático se va al garete.

El coste de parar a los independentistas o al gobierno de izquierdas como sea empieza a ser demasiado alto para la democracia española. Incluso para España, sin más.

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