Salvar la unidad de España más allá de la ley

El objetivo de la política española es ahora evitar que los jueces asuman un papel que no es el suyo

Joaquín Urías
6 min
El presidente de la sala segunda del Tribunal Supremo, Manuel Marchena, en una sesión del juicio al Procés

Desde que hace unos años las instituciones autonómicas catalanas emprendieron el camino del soberanismo en lo que se conoce como el Procés, los poderes centrales del Estado optaron por la respuesta judicial. En vez de abrir ningún tipo de negociación política se prefirió desde el principio que fuera el Tribunal Constitucional el que prohibiera no ya la realización de un referéndum consultivo sino incluso que en el Parlament se pudiera hablar, incluso sin efectos jurídicos, nada relacionado con la eventual autodeterminación de Cataluña. El cerrojazo judicial llevó a unas decisiones muy discutibles por parte de los líderes independentistas que hicieron que el Procés se fuera radicalizando hasta salirse definitivamente de la senda legal y constitucional. Ahora es el Tribunal Supremo el que ha venido a enjuiciar los hechos de hace dos años. No hay ninguna duda de que con la organización del referéndum inconstitucional del uno de octubre se cometió un delito de desobediencia. Lo reconocieron los propios encausados. Lo sorprendente ha sido que el Alto Tribunal va mucho más allá.

La sentencia está especialmente trabajada en la primera mitad que dedica a intentar despejar dudas sobre la vulneración de numerosos derechos fundamentales. Como ha sido dictada en primera y única instancia por el Tribunal Supremo, ningún otro tribunal va a poder revisar la decisión relativa a la culpabilidad o inocencia de los acusados. Sin embargo, sí que es previsible la intervención tanto del Tribunal Constitucional como del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Estos tribunales han de limitarse a verificar si en el proceso judicial se han lesionado derechos fundamentales de los acusados. Así, el empeño del Supremo en argumentar sobre el respeto a los derechos no obedece seguramente tanto a la preocupación de sus siete magistrados por mantenerse en el estricto marco de la Constitución como al temor a una posible revocación. Argumentan especialmente sobre las cuestiones que podrían llevar a una condena europea, porque a estas alturas no queda ni un alma cándida en España que imagine siquiera la posibilidad de que el Tribunal Constitucional corrija algún detalle de lo dicho por el Supremo.

Frente a ello, los capítulos de la sentencia en los que se aborda el meollo de la decisión están llamados a dejar insatisfecho a cualquier jurista mínimamente exigente. Los argumentos para explicar por qué cometieron los delitos de sedición y malversación son endebles. Quizás porque el supremo sabe que en este punto nadie podrá corregirlo.

Comienza este apartado descartando que se haya incurrido en un delito de rebelión. Y lo hace con evidente desgana. Sustentar la condena en una rebelión negada de manera masiva por la doctrina jurídica española debilitaría la autoridad moral del fallo. Al mismo tiempo parece que el Tribunal quiere contentar especialmente a ese público unionista convencido de que el Procés fue un golpe de Estado. Por eso, como el mejor de los trileros, se inventa el argumento de que hubo violencia pero que no fue rebelión porque los líderes del Procés eran tan chapuceros que con violencia y todo no tenían fuerza ni determinación suficiente para doblegar al Estado. Los absuelve de rebelión por inútiles y mentirosos: ni valen para rebeldes, ni querían realmente la independencia. Pocas veces se ha visto una absolución construida tan desde el desprecio y la humillación política de las personas absueltas.

Sin embargo, esa pirueta sitúa a los jueces ante el abismo. Si no hubo rebelión y todo el Procés fue un farol o una simple algarada, resulta complicado justificar una condena tan dura como exigían desde el primer día los poderes fácticos españoles. Ahí es donde la sedición sale al rescate. Se trata de un delito definido de modo ambiguo, pero castigado con una pena severa. La lógica nos dice un castigo tan duro no puede aplicarse a cualquier acto masivo destinado a impedir la aplicación de las leyes o que las autoridades ejerzan sus funciones. La clave no está en la finalidad, sino en la acción castigada: un alzamiento tumultuario. En buena lógica un alzamiento significa un levantamiento masivo de la población: un movimiento que aspire a la subversión definitiva del orden jurídico vigente. Sin embargo, en la línea de menospreciar el Procés, nuestro Tribunal rebaja los requisitos; pasa por alto la idea de alzamiento y define la rebelión en base a la mera intención tumultuaria de inaplicar las leyes. Es, tal y como aparece en la sentencia, una desobediencia o resistencia a la autoridad (delitos castigados con una pena ínfima) que se organiza mediante una pluralidad de actos concertados. No bastaría desobedecer un día a la policía o protestar una vez por un registro, es necesario que se haga de manera coordinada en distintos momentos y lugares con el fin último de conseguir que no se apliquen las leyes. Está definiendo, sin decirlo, la estructura de cualquier movimiento popular de desobediencia civil.

Así, la controvertida decisión, viene a establecer mediante la interpretación creativa un nuevo delito, nunca antes aplicado así, que persigue con extrema dureza los movimientos de desobediencia civil. A partir de ahora el ciudadano que en una manifestación desobedece la órdenes policiales de irse a su casa, o el que impide la entrada a un domicilio de la comisión judicial que viene a desahuciar a sus ocupantes, estarán cometiendo a lo sumo un delito de desobediencia o resistencia. Castigados sin penas de cárcel. Pero si hace eso mismo en el marco de un movimiento organizado que aspira a presionar a las autoridades para cambiar alguna ley o promueve la desobediencia contra ellas estará incurriendo en delito de sedición y podrá acabar entre cinco y quince años en la cárcel.

Es cierto que el Tribunal Supremo pone especial énfasis en el castigo a los que organizan o convocan la desobediencia masiva, pero eso no es sino una estrategia utilitarista: en este tipo de movimientos no es eficaz encarcelar a miles o millones de activistas, sólo se reprime a los líderes.

Con todo lo dicho, es evidente que la sentencia plantea muchos problemas. Problemas jurídicos, pero también políticos. No se trata sólo de la pena impuesta, aunque no sea éste un asunto baladí: a los líderes de dos organizaciones sociales que se limitaron a convocar manifestantes para protestar por un registro judicial y a llamar a resistirse pacíficamente a que la policía retirara los efectos de una consulta popular los castiga con nueve años de prisión. Junto a ellos, a la Presidenta del Parlamento catalán la condena a once años y medio sin que por mucho que uno relea la decisión sea capaz de encontrar una explicación razonable para ello. Uno se queda con la impresión de que la sentencia se construye para justificar unas penas que cumplieran determinada función política, demostrando la dureza del estado, y no al revés. Pero eso tiene que ver con la función política de la decisión y con su efecto desalentador del ejercicio de derechos fundamentales como el de reunión.

Desde el punto de vista jurídico lo más llamativo es la disociación entre la ley y la voluntad democrática reflejada en el Parlamento español. Dice la Constitución española que la ley es la expresión de la voluntad popular. Ello se concreta en que son las Cortes las únicas legitimadas, en virtud de su legitimación democrática popular para establecer por mayoría absoluta los delitos y las penas. Cuando el legislador español redacta y aprueba la descripción de la conducta castigada como rebelión, atribuyéndole una pena determinada, no busca la criminalización de los movimientos de desobediencia civil pacífica. En ningún momento el órgano legítimo para ello ha establecido que los líderes de un movimiento civil organizado que busca la inaplicación de determinadas leyes mediante la desobediencia masiva a las mismas puedan ser encarcelados en torno a una decena de años.

Es el Tribunal Supremo el que reinterpreta el precepto de la sedición con la finalidad específica de poder castigar a los líderes independentistas. Al hacerlo introduce una nueva norma penal en el ordenamiento y proscribe movimientos políticos que hasta el momento eran merecedores de penas ligeras y sanciones esencialmente económicas. Ha cambiado la ley, sin que intervenga el Parlamento y eso, hay que decirlo ya, es una quiebra del Estado de Derecho.

El Estado de Derecho se basa en el imperio de la ley, no en el imperio de los jueces. Si el poder judicial no consigue autolimitarse y restringir su competencia sin invadir la del resto de poderes del Estado, toda la estructura democrática corre el riesgo de convertirse en una mera forma vacía. Difícilmente puede exigir legítimamente a la ciudadanía respeto a sus decisiones un poder judicial que se extralimita y manipula las normas jurídicas a su antojo con objetivos propios.

Dicho esto, la amenaza a nuestro Estado de Derecho por parte de un Tribunal Supremo que asume funciones que no le corresponden sólo tiene remedio desde la estricta observancia por el resto de actores, incluida la ciudadanía, de las mismas normas marco que ellos vulneran. Fuera del Estado de Derecho sólo hay violencia y miseria. Aunque la sentencia abra una grieta en la distribución constitucional de poderes nuestra obligación ahora es volver a cerrarla y revertir la situación. El objetivo esencial de la política española en este momento no debe ser sólo resolver el conflicto en Cataluña, sino evitar que los jueces asuman un papel que no es el suyo.

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