El fracaso del oráculo

La industria de la predicción lo cubre hoy todo, pero no alcanza a un virus

Jorge Luis Marzo
3 min
Escultura de vidre titulada "coronavirus o COVID-19" creada per l'artista britànic Luke Jerram al seu estudi de Bristol, sud-oest d'Anglaterra

¿Por qué no se predijo? La industria de la predicción lo cubre hoy todo; los mercados, la producción industrial, las comunicaciones, el transporte, el clima, el consumo, las guerras, el alma de los mortales. Sin embargo, no alcanza a un virus. Una vez surgido, los modelos matemáticos se aplican para conocer dónde apareció, la ratio de contagio, cura y mortalidad; se pronostican curvas y picos a partir de la experiencia rápidamente acumulada y de otros fenómenos similares ocurridos en el pasado; toda la ciencia probabilística se vuelca en calcular volúmenes y circuitos de fabricación sanitaria, de mascarillas, respiradores, camas, batas, ya no digamos en la búsqueda de una vacuna. Unos 25.000 artículos académicos sobre inteligencia artificial y coronavirus han sido publicados en todo el mundo desde el brote, a principios de diciembre de 2019, hasta mediados de marzo de 2020. Departamentos enteros de computación inteligente han sido prácticamente nacionalizados en numerosos países para atender la crisis, no sólo la epidemiológica, sino la catástrofe productiva, económica y laboral que conlleva y que es necesario traducir en cifras, presupuestos de contención. Pero el virus no se predijo. Porque no se puede.

De entre todas las cosas que COVID-19 ha trastocado, la que aquí nos interesa es especialmente singular: la raíz misma del cientifismo capitalista. Si la predicción es el alma de la producción, y el pronóstico el corazón de la seguridad, este virus ha hecho saltar por los aires toda una arquitectura basada en el principio de la omniscencia, del conocimiento de todas las cosas reales y posibles. Toda la descomunal potencia de los sistemas de vaticinio en la que reposa nuestra productividad humana no alcanza a determinados órdenes de la naturaleza. COVID-19 es la zona oscura de la vida que no puede ser iluminada por el ojo técnico. Cuando el hombre se ufana de poder dominar sin contemplaciones lo natural, de revertir la crisis climática y medioambiental a través del uso de tecnologías capaces de advertirnos de los fenómenos y de poner las bases de nuevos modelos de productividad; de devolver a la vida especies ya extinguidas; cuando los terremotos, tsunamis, erupciones volcánicas y huracanes son augurados mediante complejas ingenierías probabilísticas, hay un virus que nos muestra que una parte de la vida natural se ha escondido de la mirada industrial, que ha logrado vivir en una tierra ignota, a cubierto; Unbekanntes Land decían los mapas antiguos de las áreas de las que los europeos no tenían ni idea. Una realidad indetectable y formidable, que vive en la invisibilidad, está provocando la dislocación más grande que yo haya conocido, ya no imaginado. Muchos ya hemos hablado de ello: el capitalismo zozobra frente a la indetección.

Hemos perseverado en el dominio de lo nuevo, incluso llamando nuevo a todo, cuando no lo era. Pero hoy vemos una cosa verdaderamente nueva. Nos encontramos ante un fenómeno del que no hay causa primera decible y lo sabemos porque no se puede detectar ni pronosticar. De ahí nuestra estupefacción. Todo lo que hay son efectos sobre los que fundar cualquier debate sobre la causalidad. La única pregunta que nos estamos haciendo es acerca de cómo podríamos haber evitado sus efectos, siguiendo nuestra habitual costumbre de definir lo inesperado mediante la contratación de pólizas de seguros, porque la pregunta de si podíamos haber evitado la propia existencia del virus no es posible. COVID-19 es metáfora de muchas cosas. En lo que aquí nos concierne, es indicio de que hay realidades incomputables que resisten el petulante abrazo de nuestros oráculos. No hablo de ningún dios. Sino de la materia misma con la que se fabrican los sueños y que no alcanza a explicarlo todo. Aunque aún habrá quien piense que el problema radica en que los oráculos no son los suficientemente potentes.

En resumen, hemos llegado al punto de no desear nada nuevo, de despreciar todo futuro. Queremos que el futuro sea ya presente, sin darle tiempo a que lo sea. Ya no esperamos a nuestros fantasmas. Ese tiempo de espera se considera una pérdida de tiempo. Queremos que vivan ya entre nosotros, y los convertimos en avatares, en reencarnaciones productivas de aquello que aún no ha sucedido. El control del tiempo es la principal desgracia que nos hemos dado. La predicción asalta nuestro devenir. El sueño ha sido extirpado. Mientras tanto, el presente nos golpea con todo aquello que olvidamos procesar, con todo lo que no pudo ni quiso computarse, con todo lo que quedó fuera del lenguaje oracular. No, no falló el oráculo, ni debe ampliarse su mirada omnipotente. La predicción es la negación del fracaso, condición inextinguible del presente. No conozco una sola predicción que haya dicho que no iba a acertar, siendo, en cambio, la más fácil, bella y honesta de hacer.

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