Apunts al natural

Matar a un profesor

A este horror se llega cuando se pretende que todos los valores son iguales. Y no es verdad

Josep Ramoneda
3 min
Manifestació a París

1. Horror. “El problema no son los estudiantes, son los padres”, me dice mi hijo, que es profesor en un instituto de Lyon. Y, efectivamente, fue el padre de una alumna de trece años quien, con la ayuda del predicador radical Abdelhakim Sefrioui, montó en las redes la campaña de denigración del profesor Samuel Paty, que once días después, el 16 de este mes, fue degollado por Abdoulakh Anzorov, de 18 años, que vivía a 80 kilómetros del Colegio du Bois-De Aulne. Y como es ya costumbre en las policías, el asesino no fue detenido sino asesinato.

Otra profesora, Wahid El Mansour, musulmana, mujer y magrebina, que llegó a Francia en junio de 1989 en reagrupamiento familiar, ha escrito, en homenaje a Paty, que fue en la escuela donde aprendió cómo ver al otro y reconocer "su derecho a existir”, porque es “el único lugar de transmisión de la libertad”. Y así hoy se siente perfectamente francesa. Hay que añadir, además, que Paty explicaba un laicismo universal, no estrictamente republicano. Él mostraba las caricaturas, los estudiantes eran libres de mirarlas o no.

Un profesor degollado por mostrar dos caricaturas de Mahoma mientras explica la libertad de expresión. Es decir, como escribe El Mansour, por ejercer una función capital de la escuela: “Permitir a los estudiantes cuestionar sus representaciones”, ”Transmitir el saber y los instrumentos metodológicos que la sociedad pone a su disposición para trascender los dogmas y construir a los ciudadanos de mañana”. No hay espacio para la ambigüedad ante un hecho de esta naturaleza. Hay que hacerse preguntas: ¿por qué puede llegar a pasar esto? Pero sin miedo a hablar mal del mal y sin buscar justificaciones por lo que es inaceptable desde cualquier punto de vista. Hablar del mal significa también entender por qué pasan determinadas cosas, pero no diluir su gravedad.

Hay cuestiones que no se pueden eludir. ¿Cómo la indignación de un padre puede acabar en un disparate de esta magnitud? Es una pregunta que interpela al fanatismo religioso, a los que alimentan su delirio, pero también a este desbocado instrumento que son las redes sociales, factor permanente de relativización de los valores compartidos. Y, por supuesto, las condiciones en las que crecen y se despliegan estos fanatismos, a las cuales no es ajena la dejadez institucional que genera espacios en fuera de juego. Pero lo que es característico de esta violencia llamada terrorista es que son actos que tienen unos actores que matan y mueren, es decir, que empiezan y acaban en ellos mismos. Se agotan con el estupor y con el horror que generan.

2. Límites. Una vez más nos encontramos ante la vulnerabilidad de nuestra condición. Y en medio de la sensación de fatalismo por el drama vivido puede haber voces que apelen a la contención e incluso a una cierta comprensión y respeto. El primer principio del pensamiento racional es preguntarse siempre por el porqué de las cosas. Pero explicarlas no significa integrarlas o justificarlas, sencillamente tendría que servir para combatirlas.

Lo que no se puede aceptar es hacer concesiones, sacrificar libertades o renunciar a primeros de laicidad, que es la base de la democracia porque permite igual blasfemar que defender al Dios de cada cual. Como se pregunta Jean-Marie Guéhenno, ¿qué tenemos que hacer? ¿Apaciguar la sociedad procurando no ofender a nadie, o aprendiendo a tolerar las ofensas? Emprender el primer camino sería la claudicación, la fractura de la sociedad en grupos cerrados, cada uno en sus obsesiones particulares, sin espacio para la crítica y, por lo tanto, para la demolición de los prejuicios, en los cuales la libertad se entierra en nombre de la diferencia y cada cual se parapeta en su castillo. A este horror se llega cuando se pretende que todos los valores son iguales. Y no es verdad, los hay que respetan a los otros y los hay que apenas respetan a los suyos. Y precisamente la sociedad laica es el espacio para que cada cual quede en evidencia. Sin que nadie tenga que callar, pero sabiendo perfectamente que no todo es posible: hay unos límites que los marca la libertad del otro.

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