Golpe de estado: jugar con las palabras

El golpe de estado sólo es posible si se dispone de un poder de coerción muy consistente

Josep Ramoneda
3 min

1. Frivolidad. Cuidado con la banalización de las palabras, porque es tremendamente destructiva de la conversación común. En un espacio comunicativo tan sobrecargado como el actual se abusa muy a menudo de cada palabra. La Fiscalía del Estado, en la línea de algunos dirigentes políticos y de una parte del poder mediático e intelectual español, afirma que en Cataluña hubo un golpe de estado. Jugando con las palabras se acaba perdiendo el sentido de la jerarquía de las cosas. Pretender asociar mentalmente el 1 de octubre catalán con el 11 de septiembre chileno o el 18 de julio franquista es una inmensa frivolidad. A menos que los señores fiscales desde lejos y a través de papeles hayan vivido una realidad completamente distinta a la que vivimos los que pisamos las calles de Barcelona aquellos días.

Un golpe de estado tiene un objetivo y unos instrumentos. El objetivo es tomar el poder: el asalto y la ocupación de las instituciones para revertir la legalidad. En regímenes políticos modernos, dotados de potentes fuerzas militares y de seguridad y de sólidos instrumentos represivos, el golpe de estado sólo es posible si se dispone de un poder de coerción muy consistente, cosa que, sin ningún apoyo internacional, sólo es imaginable si se consigue dividir el del propio Estado. En ningún momento esta hipótesis estuvo en el orden del día, en ningún momento se intentó ocupar o conseguir el control de poderes del Estado en Cataluña, en ningún momento hubo la sensación de que el poder constitucional estaba amenazado.

Mucha gente se movilizó, mucha gente fue a votar, pero la violencia sólo se dio en los lugares donde la policía intentó impedirlo. Cuando, superada la irritación por el fracaso de los servicios de inteligencia a la hora de encontrar las urnas, se dio la orden a la policía de dejar de actuar, no hubo el más mínimo desorden. Y la jornada terminó en un clima de tensión emocional pero en ningún caso de insurrección ni intencional ni efectiva. Por la noche en la plaza de Catalunya, donde muchas emisoras internacionales habían instalado sus puestos de retransmisión, había unos pocos centenares de personas, que se fueron dispersando sin incidentes. Las calles quedaron vacías. Nunca las instituciones del Estado estuvieron en peligro. Sólo los independentistas más fantasiosos, aquellos que no entendían que todo quedara en nada, pueden compartir el relato de las acusaciones que hablan de golpe de estado. El golpe de estado inexistente, en todo caso.

2. Desobediencia. El ministerio fiscal llega a decir que “no fue necesario tomar el poder porque ya lo ostentaban los golpistas”: el poder de la Generalitat y del Parlament que ellos mismos abandonaron a toda prisa después de la retórica declaración de independencia. ¿Y los otros? El militar, el policial, el judicial: ni siquiera se acercaron. ¿Qué golpe de estado es este?

En los hechos de octubre de 2017 –y sobre todo los del 6 y 7 de septiembre– hubo actos inconstitucionales y desobediencia a los tribunales, como hubo manifiesta irresponsabilidad política de los que no supieron parar a tiempo un proceso que había llevado al independentismo a unos niveles de adhesión jamás alcanzados. Pero esto es el fracaso estratégico de unos líderes que quemaron las naves antes de construirlas. En ningún caso es un golpe de estado. Una cosa bien diferente es que los líderes del procés tuvieran como objetivo la independencia de Cataluña, tan lícito como cualquier otro propósito político. Pero de esto a haber intentado imponerla con un golpe de estado hay una distancia infinita.

Es curioso que sean la Fiscalía y los ideólogos más unionistas los únicos que comparten con el independentismo más iracundo que la destrucción del Estado estuvo en el escenario. Yo, ciertamente, no la vi. Otra cosa es que se nos quiera hacer creer para justificar la transferencia a la justicia de un problema que el gobierno español de la época fue incapaz de resolver políticamente. Banalizar las palabras para legitimar los excesos del poder no ayuda ni a la convivencia ni a la imprescindible reanudación de las vías de reconocimiento y diálogo.

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