Roja a la Liga: ¿usuarios usados?

Que hayamos dejado las políticas de privacidad por imposibles no es un error de los usuarios (solo)

Liliana Arroyo
3 min

De niños nos decían que nos fijáramos en la letra pequeña, pero una máxima de nuestros tiempos es hacernos perfiles o instalarnos apps sin leer términos ni condiciones. Hay que admitir que esto es conocido y generalizado, incluso entre profesionales y personas sensibilizadas con el tema. Dejadme decir que nos lo ponen terriblemente difícil: cláusulas interminables llenas de argot y tecnicismos, una nueva clase de despotismo y enajenación, la combinación ideal para que sintamos que la cosa no nos incumbe. Los anglosajones lo han bautizado como el whatever button, que vendría a decir: “acepto lo que sea sin mirar porque no lo entiendo y lo que quiero es utilizar la app”.

Que hayamos dejado las políticas de privacidad por imposibles no es un error de los usuarios (solo), sino el resultado de un abuso sistemático del desconocimiento para cumplir con las exigencias legales de transparencia en el consentimiento, carente de comprensión real y consciente. Kevin Litman, periodista del New York Times, lo ha bautizado como ‘desastre incomprensible’. Después de analizar 150 políticas de privacidad de las apps y plataformas más utilizadas, afirma que en la mayoría de casos hay que tener estudios universitarios para entenderlas y que los tiempos de lectura llegan hasta los 35 minutos. ¿Os imagináis, 35 minutos para cada una de las apps que tenemos en el móvil? ¿A cuántos libros equivale al cabo del año? Y la longitud no lo es todo: Litman aplicó un test de complejidad y encontró que la política de privacidad de Facebook es casi tan difícil de entender como la Crítica de la razón pura de Kant.

Es evidente que esto no se soluciona solo apelando al sentido de la responsabilidad en nuestras lecturas. Con la opacidad como práctica habitual, las apps se han convertido en un amable cebo para acceder a los diamantes en bruto que guardan nuestros móviles. Prometen hacernos la vida más fácil, pero son programas ávidos de rastrear nuestras fotos, nuestros contactos o los recorridos habituales. El caso reciente de la app de la Liga supera el acceso a datos personales, aprovechando los hábitos de los usuarios en beneficio propio.

La polémica estalla en 2018: un usuario se baja la app de la LFP para consultar el calendario de partidos, la clasificación y otras informaciones de la Liga. Leyendo la política de privacidad, encuentra cláusulas que solicitan el uso del micro y la geolocalización para “detectar fraudes en establecimientos públicos no autorizados”. Que la Liga quiera garantizar que todas las retransmisiones se hacen con licencia es absolutamente lícito. Que lo quiera hacer utilizando a los propios usuarios como comisarios encubiertos es excesivo. La lucha contra la piratería empezó en connivencia con las operadoras de televisión en 2013, pero la app se ha convertido en la oportunidad de tejer una extensa red de espías de bar.

El usuario en cuestión, ante la perplejidad, decidió consultar a su abogada e iniciaron un proceso ante la AEPD (Agencia Española de Protección de Datos), que culmina con una sanción de 250.000 € por falta de transparencia. No ha trascendido cuántos casos de fraude han detectado gracias a las escuchas vía móvil, pero lo que es seguro es que resultará más económico pagar la multa que contratar personal para hacer inspecciones a todos y cada uno de los bares durante los partidos. La sanción puede ser disuasiva y esperemos que incorporen cambios en la app, como por ejemplo mostrar un icono de un micro cada vez que se esté activando remotamente. Si bien no solucionaría el problema del espionaje, al menos podríamos controlar si realmente se activa solo en horario de partidos.

Lo que me parece más preocupante de todo es centrar el debate en el consentimiento (y como ajustarlo a la ley de protección de datos), cuando en realidad la pregunta fundamental debería ser hasta qué punto estamos dispuestos a dejarnos instrumentalizar. Que me descargue una app para estar al día de una competición deportiva, ¿cómo encaja con el hecho de convertirme en cómplice de una cacería lucrativa? Hasta ahora hemos entendido que en el mundo digital nos hemos convertido en el producto cuando el servicio es gratis, sin embargo ¿estamos dispuestos a convertirnos también en delatores? Imaginemos que en lugar de servir a la lucha contra el fraude en las retransmisiones, servimos como antenas de una aseguradora para filtrar la salud de nuestra familia o el estado de su cuenta bancaria. Además dejaríamos de ser usuarios para ser usados. Estos despropósitos no se solucionan leyendo, sino reclamando que ni queremos ser producto ni queremos ser instrumento.

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