El Nobel que predijo el cambio climático

Recuerdo la emoción cuando entrevisté a Mario Molina pocos días después de haber recibido el premio

Maritza Garcia
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Maritza Garcia entrevistant el Premi Nobel de Química Mario Molina, el 1995

un nudo en la garganta al enterarme de la muerte del Premio Nobel de Química 1995, el mexicano Mario Molina. Recuerdo la emoción cuando le entrevisté pocos días después de haber recibido el Nobel. Había una euforia en los medios no sólo por la enorme trascendencia de sus descubrimientos que nos cambiaron para siempre la forma de entender nuestra interacción con el planeta, sino porque al fin un mexicano alcanzaba dicho reconocimiento en ciencias. Una noche antes, mi padre, ingeniero químico graduado también de la misma facultad que Molina, en la Universidad Nacional Autónoma de México, se pegó una buena desvelada conmigo ayudándome a preparar la entrevista para que yo entendiera qué carambas eran los clorofluorocarbonos y no hiciera el ridículo. Era tan asombroso lo que Molina junto con Paul Crutzen y Frank Sherwood habían descubierto que apenas lográbamos asimilarlo: Ciertos gases industriales estaban provocando el agujero del ozono y esos gases se encontraban en nuestro entorno e incluso dentro de nuestras casas como los aerosoles, los refrigeradores o las espumas plásticas.

La peligrosidad de estos gases llamados cloroflurocarbonos (CFC) fue advertida por Molina y Sherwood desde el año 1974, pero no tuvo gran impacto y sí muchas críticas de incrédulos que cuestionaban la existencia de aquél agujero de ozono. Fue hasta 1985 cuando la comunidad científica les dio la razón gracias al geofísico británico Josep Farman quien lo descubrió en la Antártida. Existía y era una amenaza para la biodiversidad.

Ahí estaba Molina frente a mí, con impecable traje oscuro y corbata, luciendo su barba de siempre y una tímida sonrisa. Su primer comentario fue la satisfacción que le representaba no el Nobel en sí, sino la repercusión: “Un avance importante en la comunidad científica con la que trabajo, por ser el primer Nobel conectado al medio ambiente, porque durante muchos años los problemas del medio ambiente se le consideraba ciencia no muy rigurosa y en este caso pudimos establecer con claridad que se puede hacer ciencia de primer nivel que tenga consecuencias directas para la sociedad”.

Recuerdo un Mario Molina sencillo y con una gran claridad para explicar los conceptos de la química atmosférica, una habilidad pedagógica que le caracterizaba. Aquel día hablamos de su lucha por lograr que la industria sustituyera los compuestos que nos estaban llevando a una catástrofe ambiental, lo que llegó a concretarse en el Protocolo de Montreal en 1987, donde se prohibieron en el mundo los gases CFC, un ejemplo de que es posible la cooperación entre países para el bien de la con humanidad. Un paso de gigante para el planeta y especial significado para quienes crecimos bajo un cielo gris espeso por culpa de la contaminación como la Ciudad de México. Había esperanza. La había.

Me contó del momento en que decidió junto con Sherwood romper paradigmas y lanzarse a divulgar sus descubrimientos en los medios de comunicación y en los gobiernos para crear una conciencia ambiental y, sobre todo, lograr un cambio de rumbo “lo cual no estaba bien visto porque se pensaba que no eran atribuciones del científico” y, recordando eso, pienso en qué hubiera pasado si Molina no hubiera tomado ese timón. Quizá estaríamos en una catástrofe mayor a la que ya nos encontramos, probablemente no hubiera comenzado la carrera contra el cambio climático que le llevó a formar parte del consejo asesores de ciencia y tecnología del presidente Barack Obama de 2009 al 2017.

Al final pasó lo que hace décadas predijo que ocurriría: Que habría lluvias mas intensas, incendios forestales y huracanes con más frecuencia como consecuencia del agujero en la capa de ozono. Es curioso que murió cuando el huracán Delta tocó tierras mexicana el pasado 7 de octubre. ¡Vaya despedida!

Estos días mi padre y sus compañeros de la facultad de química de la Universidad Nacional Autónoma de México, la universidad más grande de Latinoamérica, ahora ya cercanos a los ochenta años de edad, y quienes se reúnen cada año, comparten la consternación y algunas anécdotas como aquella cuando mi papá se encontró a Molina recientemente en la inauguración del edificio que lleva su nombre y le dijo en broma: “¿Cómo le hiciste para ganar el Nobel si nos copiabas en clase? Molina se rio. O cuando el día que Mario Molina le hizo la novatada a Manuel Chairez, un compañero recién entrado en la universidad y le rapo el pelo, “y mira todavía no me crece”, señala Manuel su calva actual a manera de guasa.

Cuando conocí al premio Nobel para aquella entrevista que se transmitió en la televisora mexicana Televisa, al finalizar me dijo: “Es muy satisfactorio descubrir cómo funciona la naturaleza. Siempre tengo pensado que el próximo experimento que haga va a ser el más interesante”.

Buen viaje Mario Molina, te adentras quizá en el más grande y enigmático experimento de tu vida: la muerte.

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