Mercè Barceló

¿Qué hacer si el TC paraliza el Parlamento?

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Via Laietana plena de gent.  'Mani' de la Diada / Cristina Calderer

La impugnación de cualquier iniciativa del Parlamento de Cataluña ante el Tribunal Constitucional (TC) ligada al desarrollo del proceso soberanista lleva a un callejón sin salida de difícil solución jurídica. Porque por más que nos parezcan, en perspectiva procesal, todas ellas impugnaciones preventivas (y, en consecuencia, no viables jurídicamente porque atentan, sin conocer el contenido final del acto, resolución o norma, contra el proceso de formación de la voluntad democrática de una cámara de representantes), y por más que consideremos que no es legítima la imposición de multas o la sanción a autoridades y empleados públicos en ejecución de sentencia hasta que el TC no resuelva los recursos de inconstitucionalidad presentados contra la ley orgánica que las prevé (cosa que como sabemos el TC es capaz de hacer en veintiún días, como en el caso de la declaración del 9-N), lo cierto es que la actividad parlamentaria de la cámara catalana puede quedar paralizada por voluntad exclusiva del Gobierno del Estado impugnación tras impugnación, multa tras multa, sanción tras sanción, por más que nos parezcan no adecuadas a derecho.

Esta circunstancia resitúa en primera fila del proceso a los ciudadanos dispuestos a ejercer su derecho a decidir. Y, en tal escenario, hay al menos tres instrumentos a su alcance: la impugnación del incumplimiento de las obligaciones estatales derivadas del derecho a decidir, como, por ejemplo, la de convocar una consulta en Cataluña; la organización coordinada en un proceso preconstituyente con exclusiva participación ciudadana; y el recurso a actuaciones públicas, y naturalmente pacíficas, contrarias a la interpretación "oficial" de la ley, a fin de lograr la celebración de una consulta en ejercicio del derecho a decidir; dicho en otras palabras, el recurso a la desobediencia civil.

Desde una visión del estado de derecho formalista, que a menudo esconde una excesiva veneración por el statu quo, se puede sostener que quien tiene dudas respecto de una determinada interpretación de la Constitución o de la ley debe seguir obedeciéndola hasta que no sobrevenga una decisión del TC que las cambie. Pues bien, a pesar de no compartir esta visión encorsetada del derecho si sirve para restringir derechos de la ciudadanía, tampoco se deben menospreciar las vías procesales que ofrece, y que podrían llevar la defensa del derecho a decidir hasta el Tribunal Europeo de Derecho Humanos (TEDH). Ciertamente, es un camino difícil de seguir, por las más que probables desestimaciones de la demanda en las sucesivas instancias internas, pero ni es procesalmente inviable si se canaliza como vulneración de los derechos de libre expresión y de participación política, ni su planteamiento es estéril si sirve para internacionalizar el conflicto, especialmente en el estadio del TEDH, y para difundir los sólidos fundamentos que en un estado democrático sostienen el reconocimiento del derecho a decidir y las obligaciones que de él se derivan para el Estado; unos fundamentos argumentales compartidos por muchos más allá de nuestras fronteras. Este camino procesal, cuyo objetivo sería el de obligar al Estado a organizar una consulta en Cataluña sobre su futuro como estado independiente, está al alcance de cualquier ciudadano o asociación de ciudadanos. Y de lo que se trataría, por lo tanto, sería de coordinar esfuerzos en tal sentido.

Como también coordinadamente es necesario impulsar desde la ciudadanía un proceso preconstituyente de la nueva forma de organización política de Cataluña. Convendría dejar de lado personalismos, iniciativas particulares y otras formas de protagonismo individual, que debilitan el sentido del proceso, y buscar sistemas de participación ciudadana globales, como algunos grupos organizados ya están proponiendo, que permitan fortalecer los principales objetivos de dicho proceso: determinar los elementos basilares del nuevo régimen que deberían debatirse en el futuro proceso constituyente; alejar este debate de la segura imputación ante los tribunales si se realiza en sede del Parlamento autonómico; y ensanchar la base social que puede apoyar, a través de una consulta democrática, la nueva forma de organización política en que, si se da el caso, deba constituirse Cataluña.

En último término, la persistente negativa del Gobierno del Estado a convocar una consulta en Cataluña también puede ser respondida con actuaciones de desobediencia civil. Y entiéndase bien: en la defensa del derecho a decidir, la desobediencia civil no se plantea como una actuación contra una Constitución considerada injusta sino contra una interpretación injusta de esta Constitución que, esgrimiendo los principios de unidad y de soberanía concentrada y dejando de lado la forma democrática del Estado, niega que ampare el derecho a decidir (entendido como el derecho que permite expresar y realizar mediante un procedimiento democrático la voluntad de redefinir el estatus político de una comunidad territorial, incluida la posibilidad de constituir un estado independiente). Por ello, si la desobediencia se hace como forma de protesta contra la manera injusta de aplicar la norma que se desobedece, el carácter ilegal de esta protesta lo sería sólo en apariencia porque, más de cerca, el análisis puede llevar a concluir que la conducta aparentemente ilegal, de hecho, no lo es. De ahí que algunos autores hayan entendido la desobediencia civil como el ejercicio de un derecho.

Sea como sea, aunque la negociación con el Estado es siempre una condición incuestionable, su negativa sistemática e infundada al diálogo, que restringe de forma abusiva el ejercicio de los derechos democráticos, no ha dejar indiferente a la ciudadanía; al menos a aquella parte de ciudadanía que está decidida a ejercer su derecho a decidir.

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