Esa vaca podría ser tu madre

Comer carne exige en mí la ignorancia de todo lo que sé. La oclusión de mi propia memoria

Paul B. Preciado
4 min

Hace meses leí una noticia cuyo relato no puedo sacar ahora de mis sueños. Dos de cada cien vacas que son conducidas al matadero están embarazadas y llegan a la muerte en adelantado periodo de gestación. La transformación inmediata de la vaca en capital (en carne, en piel, en huesos, en sangre) es más beneficiosa que el coste de esperar a que la vaca dé a luz al ternero y lo alimente. En el momento de ser sacrificada, el ternero sigue vivo en su vientre. El feto muere solamente, en muchas ocasiones, cuando la vaca está siendo descuartizada. El artículo científico afirmaba que resulta imposible prevenir el sufrimiento del feto. Mientras la vaca, si es sacrificada por un rito no-halal, recibe una descarga eléctrica destinada a aturdirla durante el sagrado y despiece (no digamos que esto es una muerte indolora), el ternero, afirmaba la investigación, llega plenamente consciente a la muerte. El ternero asiste así al asesinato industrial de su madre. Su nacimiento es, por así decirlo, provocado por la muerte de su progenitora. El hijo vela por ella, contempla su muerte y sólo después, es a su vez asesinado. La vaca es transformada en carne y derivados. El ternero es arrojado a la basura. En mi cerebro de durmiente el relato se transforma en un sueño: en un matadero cuyas salas recuerdan a las de los patios del colegio donde estudié, una vaca está siendo sacrificada, cuando está siendo abierta en canal los carniceros encuentran un ternero vivo que los mira. Yo observo la escena y quiero correr hacia el ternero, recogerlo para que no caiga. Pero no puedo. Esa imagen vuelve varias a mí después del sueño. Esa vaca, me digo cuando despierto, podría ser tu madre y ese ternero podrías ser tú.

Ambos, el humano y el bovino somos, a fin de cuentas, mamíferos placentarios dotados de un complejo sistema cognitivo: oímos, vemos, olemos, sentimos, amamos. Pasé mi infancia en un pueblo de Cantabria rodeado de vacas a las que llamábamos por su nombre. Vi nacer varios terneros. Caer desde lo alto de la vagina de la vaca al suelo como si se desplomasen. O salir del cuerpo de una vaca sentada, poco a poco, como espeleólogos que descubren con asombro otro mundo al final de un túnel. He visto la placenta colgando del cuerpo de la vaca como un húmedo impermeable rosa del que el ternero se desprende para nacer. Y he visto a otros terneros enredarse en las placentas como si fueran drag queenes tropezando con sus propias boas rosadas, sus patas demasiado largas y frágiles, como tacones a los que todavía no se han acostumbrado. Cada noche, cuando mi tía ordenaba las vacas, yo le sujetaba los rabos. Cada una tenía su carácter: algunas eran amables, otras esperaban a tenerte cerca para darte empellones con el cuello. A veces mi tía giraba una de las tetillas mientras ordeñaba y yo abría la boca para recibir, desde lejos, un chorro de leche caliente que venía a derramarse sobre mi lengua. Las gotas saltaban sobre mi cara. El olor a leche agría, al heno del pastizal y al pelo de las vacas se mezclaba durante días con el de mi propia piel. Me gustaba limpiarles los ojos para que no tuvieran moscas. Me impresionaban sus pestañas rizadas. Y su lengua tan larga como una mano que acaricia otra mano. Cada noche, mi abuela y yo bajábamos por el camino del campanario con una garrafa llena de leche todavía caliente. Al llegar a nuestra casa, mi abuela recogía la capa de nata de la superficie y hacía con ella, como si doblara un guante blanco de látex, una pequeña mantequilla en forma de media luna.

Me pregunto cómo y por qué sigo comiendo carne.

Tras haber sido vegetariano durante años, volví a comer carne de mamíferos en 2014 al empezar a inyectarme dosis de testosterona de forma regular. Con una desconcertante precisión casi matemática, cuando habían pasado dieciocho horas después de haberme administrado 250 mg de testosterona cipionato, sentía como mi cuerpo vegetariano se convertía sin previo aviso en un lobo para mis congéneres cuadrúpedos. Yo que siempre había detestado la textura del músculo entre mis dientes, me despertaba obsesionado con la idea de comerme un filete. La metabolización de la testosterona en el cuerpo produce un litro más de sangre, con sus correspondientes glóbulos rojos y demanda un suplemento de proteína. Pero no hay excusa. Hay proteínas vegetales.

Comer carne exige en mí la ignorancia de todo lo que sé. La oclusión de mi propia memoria. El olvido de aquello que he sentido y aprendido. A cambio de un pequeño confort de carnívoro testosterónico. De la facilidad de un gesto comercial. Esa fricción, ese antagonismo, entre saber y actuar, entre memoria y proyección del futuro, entre sentimiento y deseo es la condición propia de la necropolítica. No podemos decir que no sabemos. Sabemos. Conocemos la realidad de los mataderos. Conocemos la realidad de las fronteras. Vemos cada día lo que está ocurriendo en el Mediterráneo. Y escogemos seguir comiendo. Seguir votando. No hay excusa. No puede haber excusa.

Aprendamos del cóndor y del buitre, animales carroñeros a los que el discurso cultural, cargado sin duda de la culpabilidad de nuestra capacidad para exterminar y destruir, ha injustamente dotado de mala prensa. Aprendamos como ellos a posarnos sobre la cúpula de la cadena trófica, pero no como grandes predadores sino como limpiadores ecológicos. Aprendamos de la planta y de su capacidad para romper las moléculas de clorofila con la luz para transformar la materia inorgánica en orgánica. Aprendamos de las colonias de árboles que comparten y distribuyen el agua a través de sus raíces. Aprendamos del gusano que hace con la tierra una orgía. Aprendamos de la máquina y de su potencia para alimentar sus circuitos con electricidad. Seamos cóndor, seamos buitre, seamos planta, seamos árbol, seamos gusano, seamos máquina.

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