Rafael Argullol

Apóstoles de la destrucción

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L’escriptor rus retratat el 1874 pel pintor Ilija Repin.

E

ntre las muchas lecturas que tengo que agradecer a la biblioteca de mi abuelo está la de un libro, primorosamente encuadernado, como casi todos los otros volúmenes de aquella biblioteca tan valiosa para mí, que llevaba por título 'Un nihilista'. El autor era Ivan Turgueniev, y sólo mucho más tarde me enteré de que el título original de la novela era 'Padres e hijos', una de las obras fundamentales del escritor ruso. A principio del siglo XX no era infrecuente el cambio de título en el momento de la traducción de una obra y, además, la de Turgueniev tenía fama —cierta o no— de haber introducido el término nihilista en la cultura europea, concepto que, como es sabido, se ha utilizado de manera muy distinta según el contexto.

Turgueniev, a diferencia de Dostoiesvky o Tolstoi, con los que mantuvo memorables polémicas, tendía a ser un pesimista radical que nunca llegó a encontrar —o a buscar— consuelo en las bondades del alma eslava. Dostoievsky y Tolstoi, tan diferentes entre sí, también era pesimistas pero recurrían a posibilidades redentoras, más metafísicas en el primero, más éticas en el segundo. A diferencia de ellos Turgueniev era de una ironía demoledora y no se hacía grandes ilusiones sobre la capacidad trascendente o moral de los seres humanos. A menudo fue acusado de prooccidental y antiruso por burlarse y desconfiar de la mística salvadora inherente a la Madre Rusia.

Cuando leí 'Un nihilista', sin saber que la novela se titulaba 'Padres e hijos' y con escasos conocimientos sobre Turgueniev, me llamó poderosamente la atención la personalidad rotundamente negadora del protagonista. Una negación, sin embargo, apasionada. A diferencia de lo que sucede en nuestros días, en los que el nihilismo se esconde bajo una apatía generalizada, en el corazón del siglo XIX un nihilista podía ser alguien que quería destruirlo todo porque secretamente soñaba que algo nuevo podía surgir.

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