¿Por qué España no es una nación?

Quiero un país, no una Corte. Y mucho menos dos

Santiago Alba Rico
4 min
El Congrés aplaudeix Felip VI durant el acte d'obertura de la legislatura

La “nación española”, como la catalana, se construye en el siglo XIX. La impresión que uno tiene, sin embargo, es que la española se construye peor, de manera más vacilante o menos consensual, con más trompicones y mucha menos identidad. Son muy pocos los catalanes que tienen dudas acerca de su pertenencia a una nación catalana; muchos de ellos pueden querer ser, además, españoles y oponerse a la idea de un Estado catalán, pero en términos “nacionales” todos se sienten catalanes por igual. Son las ventajas, quizás, de haberse construido en los intersticios de un Estado fuerte y una nación débil; y a veces contra un Estado fuerte y una nación débil.

El problema de la construcción nacional española es la obsesión muy elocuente de sus élites con la unidad, que es la cosa -como sabe bien la izquierda- que más desune del mundo. Claro que toda nación necesita algún mito unificador; Catalunya tiene la virgen de Montserrat, el himno de los “els Segadors” y la diada. España no tiene nada equivalente. La guerra de Independencia, único momento realmente “nacional”, no dejó ni siquiera una celebración oficial, Santiago Apóstol generó más divisiones que acuerdos y el himno oficial, extraído de una institución militar y no de un acontecimiento colectivo, ni siquiera tiene letra. Ahora bien, causa o consecuencia de esta debilidad, causa y consecuencia de esta debilidad, la razón hay que buscarla en el contenido de esta “unidad” anhelada, inducida, infligida durante siglos a los españoles, que lo eran sólo en la medida en que observaban la religión católica y eran súbditos de la corona. De Balmes a García Morente, de Menéndez Pelayo a Ramiro de Maéztu, el largo siglo XIX español, tras el fracaso liberal, intenta construir la nación sobre esta síntesis pre-nacional: catolicismo y monarquía. La idea joseantoniana de una “unidad de destino en lo universal”, ya presente en Ortega, se traduce, sobre el terreno, no en la apertura de un proyecto ilusionante común sino en la fundación de un estado permanente de guerra civil: una unidad negativa en lo particular.

La cuestión es que ni el catolicismo ni la Corona eran ni son nacionales. El poder religioso estaba en Roma; el rey era dueño de España -o de sus reinos- pero no “español”. La religión tiene hoy una importancia menor en nuestras vidas, felizmente confinada en la esfera privada. Pese a algunos restos del pasado -como el concordato- digamos que España es un país laico en el que ni la Iglesia persigue a los ateos ni los ateos persiguen a los católicos. La monarquía, sin embargo, permanece.

No es cualquier monarquía. Como recordaba Carlos Fernandez Liria hace unos días, “república se opone a tiranía, no a monarquía”. Eso quiere decir que las dictaduras árabes, formalmente repúblicas, no son republicanas; y que la corona inglesa, por ejemplo, es bastante menos monárquica que la española. Cuando se denuncia la monarquía siempre se hace en nombre de la democracia abstracta, olvidando que la forma del régimen no es siempre lo decisivo. En el caso de España lo es porque aquí la “unidad nacional” sigue basándose casi exclusivamente en la adhesión a una dinastía muy patrimonialista que reprime al mismo tiempo la construcción nacional y los nacionalismos periféricos, la integración territorial y la separación territorial. Si los Borbones son un obstáculo para la democracia lo son solo subsidiariamente, en la medida -es decir- en que han sido siempre un obstáculo para la formación de la nación española, inseparable de su recomposición federal. España es una Corte; no un país. En las Cortes se ríen los chistes de los reyes y se conspira. Con eso no se puede hacer ninguna patria.

Cuando en 1898 la pérdida de las colonias reduce la propiedad de la Corona al ámbito de la península, los españoles descubren con angustia que España no existe; que no había existido nunca. Con no menos angustia percibe Alfonso XIII la sombra de los neonatos y pujantes nacionalismos vasco y catalán, que amenazan con reducir aún más el número de sus propiedades. Militarista y profascista, el rey apoyará siempre a los militares golpistas, incluido el general Primo de Rivera en 1923. Los tiempos han cambiado, es verdad, pero el espíritu de la dinastía no. Algo de esa angustia patrimonialista vibraba en el discurso de Felipe VI el 3 de octubre de 2017, cuando trató como a ladrones de tierras a los catalanes que, en favor o no de la independencia, habían reclamado dos días antes la celebración de un referéndum. La cara incusa de esa angustia es la frivolidad soberana con que Juan Carlos I ha manoseado el dinero y la dignidad de los españoles. Los reyes de España no son españoles; por eso no tienen ningún problema para nacer en otra parte o para marcharse a otro país -Fernando VII, Isabel II, Alfonso XIII, Juan Carlos I- cuando se les tuerce la suerte.

España no es una nación; es una Corte. Y la mayor parte de nuestros partidos y de nuestros medios de comunicación son partidos y medios cortesanos. Es probable que ni unos ni otros representen ya a la mayoría de los españoles. La monarquía no va a caer mañana, pero conviene asegurarse de que no caerá de mala manera, en un contexto de guerra civil, ni siquiera fría. Cuando nos la quitemos de encima, debemos hacerlo en condiciones que garanticen que no habrá Restauración; es decir, que habrá -esta vez sí- construcción nacional voluntaria, con un nuevo contrato territorial.

Soy español, aunque sólo sea -como decía Cánovas- porque no puedo ser otra cosa. Quiero un país, no una Corte. Y mucho menos dos. Porque a veces me pregunto -no quiero acabar sin esta puya- si el gobierno independentista de Catalunya es más o menos “cortesano” y, en este sentido, más o menos “español”, que el de Madrid.

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