Veneluña

Nuestros propios errores nos escandalizan cuando los contemplamos en un personaje de ficción

Santiago Alba Rico
4 min

El maltratador machista, el neurótico tóxico, el codicioso cruel se ríen o se indignan cuando ven estos defectos reunidos en un personaje cinematográfico, pero ni se reconocen ni se sienten acusados. Hay algo de proyección freudiana en este mecanismo, pero también de justicia objetiva: el neurótico juzga el mundo desde sus valores, no desde su carácter o su ideología. Trasladado al ámbito político, podemos decir que tendemos a juzgar las posiciones de nuestros rivales desde la objetividad justiciera y las nuestras, en cambio, desde la ideología y el interés. A veces lo llamamos hipocresía, pero es algo mucho más peligroso: una sincera y destructiva voluntad de acabar con el mal en el mundo, localizado siempre fuera de nuestro cuerpo y de nuestras fronteras.

Nuestros propios errores y crímenes nos escandalizan cuando los contemplamos, irreconocibles, en un personaje de ficción. Asi ocurre que la izquierda madurista denuncia en España leyes, prácticas policiales y manipulaciones electorales que defiende exaltada en Venezuela y ocurre, al contrario, que la derecha golpista pasa por alto o aplaude en España -o en Egipto o en Arabia Saudí- los mismos o peores abusos que condena con arrebatada -y beligerante- indignación en Venezuela. Las dos Venezuelas, la de la derecha y la de la izquierda, son personajes de ficción. Las dos Venezuelas, al mismo tiempo, están cargadas de razón frente a su antagonista. Lo mismo puede decirse del nacionalismo identitario catalán denunciado desde España y del nacionalismo identitario español denunciado desde Catalunya. En una guerra a muerte entre personajes de ficción cargados recíprocamente de razón es siempre buena la intervención de un mediador o un relator que funja, al modo de un psicoanalista, de interpuesto principio de realidad democrática. Ahora bien, ningún neurótico acude a un analista si se cree capaz de vencerse a sí mismo; y ninguna facción política acude a un mediador o relator si cree que puede vencer al enemigo por sus propios medios. El principio de realidad -lo veremos- no lo introduce la democracia sino -precisamente- los medios.

Si un extraterrestre razonable, interesado por la política de nuestro planeta, comparase las situaciones de España y Venezuela clasificaría ambas en el mismo módulo conflictivo. El relato elemental es éste: una institución legítima del Estado, apoyada en una victoria electoral, se autoproclama emancipada del gobierno -y efectivamente gobernante- y un gobierno legítimo, apoyado en una victoria electoral, responde con represión, encarcelamientos, juicios por “rebelión” y leyes ad hoc dudosamente constitucionales. Probablemente a Puigdemont y los procesistas catalanes les costará bastante aceptar que ellos son el Guaidó de España; y más aún costará aceptar a los nacionalistas españoles, furibundos detractores del presidente venezolano, que ellos son el Maduro de España. Rajoy era Maduro, Casado es Maduro, la manifestación del domingo en Madrid es una manifestación de maduristas; y Pedro Sánchez es Maduro cuando cede por temor o electoralismo a las presiones de nuestros maduristas nacionales.

Si ese extraterrestre razonable midiese las diferencias entre los dos países mediante el “principio democrático de realidad”, diría que el gobierno español es un poco más democrático que el venezolano (que es más parecido al de Erdogan que al de López Obrador pero en ningún caso una “dictadura”) y que la autoproclamación del procesismo es bastante más inocua que la de Guaidó (quien alienta el golpe de Estado militar y la invasión de su propio país). Pero si ese extraterrestre pudiera comparar ambas situaciones utilizando la verdadera vara de medir para los asuntos humanos, que es la de los “medios”, o valga decir la de la fuerza y la de la propaganda, entonces comprendería el por qué de esta extraña confusión que lleva a los maduristas españoles a defender a Guaidó en Venezuela y lleva al Guaidó catalán, al igual que a Maduro, al aislamiento internacional y al numantismo populista.

No nos engañemos: la diferencia es que España está en Europa y Venezuela, cada vez más aislada, en América Latina; que España es aliada sumisa de EEUU y no un estorbo en su camino; que Catalunya no tiene petroleo y Venezuela sí. Si en octubre de 2017 Trump hubiese apoyado la autoproclamación de Puigdemont, si hubiese exigido a la UE el reconocimiento de la República Catalana, si hubiese impuesto sanciones económicas a España, amenazado con mandar los marines y explorado un golpe de estado militar, hoy tendríamos un follón aún mayor y aún menos democracia, pero todo el mundo tendría claro lo que ahora no vemos: las similitudes entre Rajoy y Maduro. Rajoy se habría convertido para el mundo entero en un dictador, un represor y un corrupto, un personaje de ficción, como el propio Maduro, bastante inspirado en la realidad. También habríamos visto, mucho me temo, las similitudes entre el procesismo y Guaidó, hoy solo “esquemáticas”: porque al menos una parte del independentismo catalán habría aceptado de buen grado una Catalunya “liberada”, contra el 50% de su población, por la fuerza y la propaganda imperialistas.

Es por eso que, en una guerra a muerte entre personajes de ficción que refuerzan recíprocamente sus ficciones, son vitalmente necesarios los relatores, los mediadores, los negociadores -o como queramos llamarlos-, pues sólo ellos pueden introducir el “principio de realidad democrático” que obligue a uno y otro bando a reconocer sus propias ficciones y, reconociendo también la realidad del rival, a alcanzar un acuerdo pacificador. Por desgracia, allí donde la democracia no le importa a nadie, el que cree poseer los medios para aplastar al “enemigo” considera “traición” cualquier acuerdo. Y aquí sí -ahora por fin, tachín tachán, como esperábamos- hay que decir que la derecha nacionalista española y la derecha golpista venezolana -Casado y Guaidó- se parecen como dos gotas de agua: ambos tienen los medios, y no dudarán en usarlos, para destruir los marcos de convivencia democrática y hacer retroceder cuarenta años España y América Latina.

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