Desobediencia debida

La obediencia como sordera al plural bullicio del mundo es incompatible con la democracia

Santiago Alba Rico
4 min

El verbo 'obedecer' tiene mala reputación porque el curso real de la historia ha decantado su significado lejos de su origen. Procedente del latín 'ob-audire', para nuestros antepasados lingüísticos su uso evocaba la acción de escuchar con atención: con el oído puesto en el objeto sonoro, volcado sin distracciones en la fuente del discurso. Con el tiempo, sin embargo, el verbo fue limitando su alcance a la audición selectiva de un solo tipo de enunciados, las fórmulas imperativas o las órdenes, de manera que hoy remite más bien a una forma de sordera: la que nos impide oír la voz de la conciencia o de la propia voluntad. Obedecer, en efecto, es el acto en virtud del cual nuestro cuerpo es directamente movilizado desde fuera por el sonido de una sola voz a la que permanece enganchada nuestra atención. Cuando obedecemos -volteando su etimología- nos volvemos sordos a los subjuntivos, tan vacilantes, y al plural bullicio del mundo.

Tres son los ámbitos donde la obediencia se da por supuesta como una necesidad orgánica. El primero es la familia, donde la brutal desigualdad de fuerzas es corregida o suspendida por el amor de los padres, pero no por un contrato firmado con los hijos. El segundo es el ejército, en el que la jerarquía, ciega y sorda, es indisociable del cumplimiento de los objetivos militares. El tercero es la Iglesia, audífono de la voluntad de Dios, que no admite negociación, resistencia o descarrío. Podemos querer o no fundar una familia, enrolarnos en el ejército o profesar una fe religiosa, pero lo que no podemos, en nuestra condición de ciudadanos, es querer fundar un orden político sobre la familia, el ejército o el culto religioso. Lo primero se llama tiranía, lo segundo dictadura, lo tercero teocracia. En principio la obediencia, entendida como sordera al plural bullicio del mundo, es incompatible con la democracia.

¿Y la obediencia a las leyes? Se trata de un caso muy particular. Immanuel Kant, al que siempre se reprochó su mansedumbre conservadora, pensaba en la Revolución Francesa y en el viejo uso romano del término cuando reivindicaba la obediencia a las leyes como la garantía misma de la libertad frente al Antiguo Régimen. Obedecer a las leyes era lo contrario de obedecer al rey, a condición de que se tratara, claro, de leyes "republicanas”; es decir de leyes elaboradas por uno mismo, como parte inalienable de la voluntad general. En democracia, cuando uno obedece a la ley se obedece a sí mismo y esa obediencia es, por tanto, la expresión misma de la libertad política. Y aunque es dudoso que Kant, al contrario que la constitución de Robespierre, aprobase la desobediencia revolucionaria a las malas leyes, consideraba, sin embargo, que el asentimiento al orden social existente -en el que uno cae por casualidad y del que, al contrario que de la familia, no se puede escapar- sólo puede juzgarse voluntario si la ley garantiza el derecho al disentimiento. El asentimiento rutinario -digamos- sólo tiene valor político si el disentimiento, se ejercite o no, está inscrito en su constitución. Esto, creo, es a lo que llamamos 'Estado de Derecho'.

De la certera y vibrante declaración de Jordi Cuixart ante el Tribunal Supremo hace unos días sólo me inquietó la frase en la que decía -literalmente- “ que el Estado de Derecho no puede estar por encima de la democracia”. Se equivoca: el Estado de Derecho debe estar por encima de la democracia; aún más: el Estado de Derecho debe estar por encima de la Ley. Todavía más: creo que el formidable acto de movilización desobediente del 1-O sólo puede justificarse como una tentativa de ampliar el Estado de Derecho; y su represión y posterior judicialización sólo puede entenderse como una inquietante revelación de sus límites. Una mayoría democrática podría votar a favor de la pena de muerte, la tortura y el canibalismo; y las leyes podrían ser hechas por la familia real, por el ejército o por la Iglesia. El Estado de Derecho se sitúa, pues, entre la democracia y las leyes, como el conjunto de decisiones ya tomadas entre todos -derechos fundamentales- para frenar los “caprichos” de la opinión pública y los intereses espurios de los malos legisladores.

Esa decisión que hemos tomado ya, que define el Estado de Derecho y que, por eso mismo, garantiza el ejercicio democrático, tiene que ver con un doble disentimiento: el derecho a cambiar la Constitución y el derecho a desobedecer pacíficamente las leyes. En España, como sabemos, la Constitución del 78 funda un Estado de Derecho muy limitado precisamente porque se declara a sí misma, de facto, casi irreformable; y en España, como sabemos, el Estado de Derecho se revela insuficiente cuando reprime con violencia la desobediencia pacífica de millones de personas y juzga por rebelión a sus líderes civiles y políticos. La desobediencia civil -escribía en 1970 Hannah Arendt- “surge cuando un significativo número de ciudadanos se convence de que ya no funcionan los canales normales de cambio y de que sus quejas no serán oídas o no darán lugar a acciones ulteriores”. Y añade a continuación: “la respuesta (a la desobediencia civil) puede ser decidir si las instituciones son lo suficientemente flexibles para sobrevivir a la arremetida del cambio sin una guerra civil y sin una revolución”. Ambas instituciones, las catalanas y las españolas, han demostrado todo lo contrario de flexibilidad, han reclamado obediencia -es decir, sordera al plural bullicio del mundo- y han elegido el camino de la contracción del Estado de Derecho, de la revolución identitaria y de la guerra civil política. Las responsabilidades no son equivalentes, pero se mezclan en el fango espumoso del presente.

Regresando al sentido original auditivo del verbo obedecer, digamos que des-obedecer debería ser volver a escuchar con atención al otro. Eso exigiría una Utopía: un lugar imposible común donde los independentistas desobedecen a sus líderes y los españolistas desobedecen a los suyos. Descartado eso, sólo cabe rezar para que el Supremo y Puigdemont no empeoren las cosas.

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