LA BORSA O LA VIDA

El último aplauso / Ya no nos damos la mano

Los aplausos –en el año de los aplausos– duraron mucho más de lo que nadie se esperaba

Xavier Bosch
3 min

El último aplauso

En la última curva, el 2020 valió la pena. El tió de casa nos había cagado tres entradas para el teatro para el penúltimo día del año, que de hecho es el último más o menos normal. Miércoles, pues, acabamos de trabajar más temprano que de costumbre para llegar puntuales a la Biblioteca de Catalunya. En tiempo de pandemia la cultura empieza en horario europeo y acaba antes del toque de queda. A las ocho menos cuarto, la puerta de la calle de Carme estaba cerrada con cerradura y cerrojo y había que dar toda la vuelta para entrar por los jardines de la calle Hospital. El trayecto, a pie y a oscuras, es inhóspito. Detrás la Boqueria, al antiguo espacio de la Gardunya, cerca de la Escola Massana, el solar es de difícil acceso en el fondo y en las formas. Esquivamos los vómitos como quien salta minas y andamos con prisas porque un perro peligroso, que no parece ser de nadie, se ha entretenido rasgando el plástico de aquello que horas antes debía ser una garrafa de agua. El tió acostumbra a acertar los regalos. La guerra no té rostre de dona, fila 2, cerca del pasillo para poder estirar las piernas. Todo el mundo lleva mascarilla, nadie tose, las butacas vacías separan burbujas. Aparece el regidor para decir que apaguemos los móviles y para dar la bienvenida al público y, en especial, a una persona. No le señala. No dice el nombre. No hace falta. Todo el mundo le aplaude porque, a pesar de que esconde la barba detrás de la mascarilla, todos le hemos reconocido. El aplauso arranca solo. Espontáneo y largo. Jordi Sànchez, tímido, no tiene más remedio que saludar. La ovación cada vez es más intensa y, si no unánime, absolutamente masiva. Los aplausos –en el año de los aplausos– duran mucho más de lo que nadie se esperaba. Y él, al final, se pone de pie y levanta el pulgar en señal de agradecimiento o de coraje o de no sé qué victoria. Es un momento emotivo para todos. Y entonces se apagan las luces y Svetlana Aleksiévitx entra en escena. Sin prisa. Para recordarnos que de ninguna guerra se sale siendo joven.

Ya no nos damos la mano

En la última curva del año, el amor se ha hecho presente. Ha sucedido inesperadamente y de una forma tan sutil que casi lo tengo delante de las narices y paso de largo sin ni darme cuenta. Miércoles, con el trasiego de primera hora, andaba por la zona peatonal cerca de la estación de Sant Cugat. De repente vi que, de cara, venía una pareja. La misma de tantas veces a aquella hora y en aquel tramo. No les conozco, no sé quién son, sin embargo, de tanto cruzarnos, nos hemos acabado dando los buenos días cada día. Rondan los setenta, quizás todavía no llegan, y me empecé a fijar en ellos –ahora que lo pienso– por tres motivos. Porque siempre van ellos dos solos. Nunca andan el uno sin el otro. Y porque siempre, y en todos los casos, van cogidos de la mano. Y esto es lo que me llamó la atención: ya no veo a gente que se dé la mano por la calle. Casi ni a los padres con sus hijos. Todavía menos a la gente más mayor. Y creo que este simple gesto dice muchas cosas. Es el calor, es la seguridad, es la suma de miradas. Es, seguramente, el contrato del amor que se firma a cada paso. Esto es lo que me cautiva de la pareja y que hasta ahora no he sabido ver. Miércoles, en aquella hora limpia de la mañana, la gota fría era helada. Llevaban el cuello del abrigo subido y una bufanda muy vivida que les enroscaba el cuello. Él, con la gorra de siempre, de estampado escocés. Ella, con su sombrero flamante, que calienta unas canas, cortísimas, que parecen renacidas después de un trance. Con la mascarilla puesta, solo se les veían los ojos. Si no fuera por las manos costaría identificarles. Pero sus dedos enlazados son la contraseña. Por una vez, nos paramos para saludarnos en lugar de hacerlo sobre la marcha, como los ciclistas cuando recogen la fiambrera. No nos decimos nada más porque no tenemos nada más que decirnos, más allá de desearnos un buen año, educadamente, y pásenlo bien. Buscamos a Dios en la mirada de los otros, dice Svetlana Aleksiévitx. Y, para variar, tiene razón.

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